Sonata ampulosa para un libertino
GIACOMO CASANOVA
Entre los títulos más divertidos que he encontrado en las librerías, yo citaría elManual del aventurero. Alejandro Dumas ideó uno magistral (En Bruselas, a sesenta kilómetros del imbécil de Buloz), que utilizó como encabezamiento de una de sus cartas y que estaba especialmente destinado al editor François Buloz. Este personaje –director de una famosa revista literaria, empresario teatral y promotor de empresas culturales– se había comprado unchâteau con el dinero que debía a sus colaboradores.
Creo que ni siquiera a Eugenio d’Ors, creador deUn servidor y los fósiles, se le hubiese ocurrido jamás un disparate editorial tan bárbaro como el de suponer que un aventurero debe formarse con un manual.
Tengo la impresión de que algunos burguesitos se aburren tanto que están incluso dispuestos a buscar la aventura en un método, en un prospecto o en un viaje organizado... Me divierto mucho hojeando los catálogos de ciertas agencias especializadas en descubrir aborígenes, cruzar desiertos inhóspitos o desembarcar en ignotas islas donde lo primero que te encuentras es un bufete de apetitosas langostas. Cualquier día escribiré laCrónica de mis motines en los cruceros oLa Visa Oro entre caníbales.
La verdadera aventura se pierde en este mundo que quiere preverlo todo, prevenirlo todo, curarlo todo. Quizá por eso los aventureros, aunque a veces sean caricaturescos, vuelven a tener buena prensa.
Ninguna época ha superado al sigloXVIII en este tesoro de vidas aventureras y corsarias. El príncipe de Ligne proponía una exigencia intelectual: «Debería estar prohibido escribir sobre moral, carácter, hombres, mujeres, filosofía, legislación, a todos aquellos que no hayan viajado mucho y que no se hayan metido en grandes aventuras». Es un bello lema para un hombre como Casanova, que supo aprovechar todos los recursos que el sigloXVIII proporcionaba a los libertinos que querían encumbrarse en una sociedad aparentemente cerrada. Sus méritos los alcanzó viajando en berlina, en diligencia, en silla de posta, en landó, en trineo y en barco. Lo mismo se vendía como espía que como predicador; igual se ofrecía como cocinero que como tercer participante en unménage.
De todos los personajes ambiguos que dio su siglo, Casanova es el más culto, el más creativo, el más interesante. No solamente es un soberbio escritor, dotado de una fantasía sin límites; sino que se atreve a estudiar lo mismo Medicina, describiendo una operación de cataratas, que Economía, organizando después la colonización de Sierra Morena, e igual conoce la Geometría que cata los vinos o distingue los quesos.
Uno de mis escritores más amados, Ramón del Valle-Inclán, utilizó muchas veces las aventuras de Casanova para tejer la trama de susSonatas. Y creo que no hay forma mejor de rendir homenaje al aventurero veneciano que dedicarle una sonata literaria en el estilo galante y ampuloso que tanto agradaba a mi antepasado, el feo y sentimental Marqués de Bradomín.
Un palacio en Venecia
Mi primer encuentro con Casanova fue, si la memoria no me traiciona, en 1965. Yo vivía entonces en Venecia, en una vieja mansión que se asomaba sobre el canal del Duca: un lugar antiguo y delicioso que alquilé, por unos pocos dólares, a un joven sacerdote acuciado por remordimientos de conciencia y deudas de amor.
El alquiler del palacio incluía el usufructo de su ruinoso mobiliario y los servicios de las personas que lo cuidaban: un mancebo pálido y rubio, con cara de doncel visigodo, y una vieja criada, Maddalena, que había sido niñera del sacerdote. Entre aquellos objetos dispares había algunas obras de arte y varias piezas de ínfimo valor, reliquias de familia, que cedí inmediatamente a su legítimo propietario, junto con el joven lacayo que languidecía de añoranza y aflicción a mi lado. Aunque soy amante del lujo, como un antiguo cardenal, nunca he querido poseer cosas que no supiera disfrutar con aprovechamiento. Ni el celibato ni el placer de los mancebos ni las reliquias beatas fueron jamás cosas gratas a mi gusto. Por eso pensé que era de justicia devolverlas al sacerdote que, aún en la desventura, sabría gozarlas.
Entre los objetos que reservé para mi uso se encontraba un bello volumen manuscrito, en folio, guardado en la biblioteca bajo una del