CAPÍTULO DOS
Tarso, capital de la provincia oriental romana de Cilicia, dos meses más tarde
–Habrá guerra –anunció el centurión Macro al entrar en el alojamiento de su oficial al mando. Se quitó el manto y lo dejó en un baúl, junto a la puerta. Había vuelto de la inspección matutina de las tropas que custodiaban la casa del comerciante de sedas donde se alojaba el general Córbulo.
–¿Guerra? –Cato levantó la vista desde el suelo, donde estaba con su hijo, Lucio. El niño estaba jugando con unos soldados de juguete de madera, tallados por algunos de los legionarios a los que mandaba su padre como regalo para el niño. La Segunda Cohorte pretoriana había sido enviada desde Roma para servir como guardia personal del general Córbulo y su estado mayor. Cato estaba empezando a acostumbrarse a que se dirigieran a él con su rango oficial de tribuno, porque los hombres y oficiales previamente recurrían a él como prefecto, el rango bajo el cual había ganado tanto renombre en años recientes. Pero el general Córbulo era muy estricto en cuestiones de protocolo, así que tenía que ser tribuno Cato. Durante el largo viaje desde Brundisio, los hombres habían llegado a considerar a Lucio como una mascota, y lo mimaban a la menor oportunidad que tenían. Cato alborotó suavemente el fino cabello oscuro de su hijo y se incorporó.
–¿Dónde has oído eso?
–Es una proclama imperial. Un mensajero enviado desde Roma la estaba leyendo en el foro, hace un momento. Parece que el chico, Nerón, ha agarrado el toro por los cuernos, y ha decidido clavárselos a los partos y retomar Armenia. –Macro hinchó las mejillas–. Así que tendremos guerra.
Ambos hombres se quedaron callados un momento pensando en las implicaciones de aquella noticia. No era una sorpresa tan grande como la decisión de enviar al general para que mandara los ejércitos del Imperio oriental unos meses antes. Aun así, pensó Cato, Roma a menudo había conseguido salirse con la suya en el pasado simplemente amenazando con usar la fuerza, tal era el terror con el que contemplaban al Imperio la mayoría de los reinos que tenían la desgracia de encontrarse con sus legiones en el campo de batalla. Quizás el emperador y sus consejeros esperasen que enviar a un oficial de la importancia de Córbulo bastara para convencer a Partia de que abandonase sus ambiciones de restituir a Armenia a su imperio. Parecía que el farol de Nerón había sido igualado. O que el emperador estaba convencido de que nada excepto que la guerra satisfaría las necesidades de establecer su reinado allí con firmeza. No había nada que gustara más al pueblo romano que la noticia de otra batalla perseguida con éxito.
–Bueno, una cosa sí que es cierta –dijo Macro–: no estaremos preparados para ir a Partia hasta dentro de un tiempo, hasta que el general haya conseguido suficientes hombres y suministros. Podría costar meses...
–Yo había pensado en un año, como muy pronto –respondió Cato–. Y ese tiempo los partos no lo desperdiciarán. Estarán preparados para enfrentarse a nosotros mucho antes de que Córbulo cruce la frontera.
Macro se encogió de hombros.
–Que se preparen todo lo que quieran; no supondrá una gran diferencia. Ya sabes cómo son esos orientales, muchacho: un puñado de mariquitas que se pavonean por ahí con vestiduras de seda. Ya nos hemos enfrentado antes a ellos y les hemos dado una buena tunda.
–Cierto –concedió Cato–, pero la próxima vez puede ser precisamente lo contrario. No te olvides de que Craso perdió gran parte de cinco legiones en Carras. Roma no puede permitirse repetir semejante desastre.
–Córbulo no es Craso. El general lleva luchando en el Rin gran parte de su carrera, y el enemigo no será más duro que esos cabrones de Germania. Si los partos tien