Una semana más o menos antes de que Valeska se suicidara, conocí a Mara. La semana o las dos semanas que precedieron a aquel acontecimiento fueron una auténtica pesadilla. Una serie de muertes repentinas y encuentros extraños con mujeres. La primera fue Paulina Janowski, una judía de dieciséis o diecisiete años que no tenía hogar ni amigos ni parientes. Vino a la oficina en busca de trabajo. Era casi la hora de cerrar y no tuve valor para rechazarla de plano. No sé por qué, se me ocurrió llevarla a casa a cenar y, de ser posible, intentar convencer a mi mujer para alojarla por un tiempo. Lo que me atrajo de ella fue su pasión por Balzac. Todo el camino hasta casa fue hablándome deIlusiones perdidas.Como el vagón iba muy lleno, estábamos tan apretados, que daba igual de lo que habláramos, porque los dos íbamos pensando en una sola cosa. Naturalmente, mi mujer se quedó estupefacta al verme a la puerta en compañía de una joven bonita. Se mostró educada y cortés con su frialdad habitual, pero en seguida comprendí que era inútil pedirle que alojara a la muchacha. Lo máximo que pudo hacer fue acompañarnos a la mesa, mientras durase la cena. En cuanto hubimos acabado, se excusó y se fue al cine. La muchacha se echó a llorar. Todavía estábamos sentados a la mesa, con los platos apilados delante de nosotros. Me acerqué a ella y la abracé. La compadecía sinceramente y no sabía qué hacer por ella. De repente, me echó los brazos al cuello y me besó apasionada. Estuvimos un rato así, abrazándonos, y después pensé que no, que era delito y, además, quizá no se hubiera ido al cine mi mujer, tal vez volviese de un momento a otro. Dije a la chica que se calmara, que cogeríamos el tranvía y daríamos una vuelta. Vi la hucha de la niña sobre la repisa de la chimenea, me la llevé al retrete y la vacié en silencio. Sólo había unos setenta y cinco centavos. Cogimos un tranvía y nos fuimos a la playa. Por fin, encontramos un lugar desierto y nos tumbamos en la arena. Estaba histéricamente apasionada y no quedó más remedio que hacerlo. Pensé que después me lo reprocharía, pero no lo hizo. Nos quedamos un rato allí tumbados y se puso a hablar de Balzac otra vez. Al parecer, tenía la ambición de ser escritora. Le pregunté qué iba a hacer. Dijo que no tenía la menor idea. Cuando nos levantamos para marcharnos, me pidió que la dejara en la carretera. Dijo que pensaba ir a Cleveland o a algún sitio así. Cuando la dejé delante de una estación de gasolina, con unos treinta y cinco centavos en el monedero, eran más de las doce de la noche. Al ponerme en camino hacia casa, empecé a maldecir a mi mujer por lo mezquina que era. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido a ella a quien hubiese dejado en la carretera sin saber adónde ir. Sabía que, cuando regresara, ni siquiera mencionaría el nombre de la muchacha.
Volví a casa y me estaba esperando. Pensé que iba a volver a armarme un cristo. Pero, no; había esperado despierta porque había un recado importante de O'Rourke. Debía telefonearle tan pronto como llegara a casa. Sin embargo, decidí no hacerlo. Decidí quitarme la ropa y acostarme. Justo cuando acababa de instalarme cómodamente en la cama, sonó el teléfono. Era O'Rourke. Había un telegrama para mí en la oficina: me preguntó si debía abrirlo y leérmelo. Le dije que sí, claro. El telegrama iba firmado por Mónica. Procedía de Buffalo. Decía que llegaba a la Estación Central por la mañana con el cadáver de su madre. Le di las gracias y volví a la cama. Mi mujer no preguntó nada. Me quedé tumbado sin saber qué hacer. Si accedía a la petición de Mónica, sería volver a empezar otra vez. Precisamente había estado agradeciendo a mi estrella que me hubiera librado de Mónica. Y ahora volvía con el cadáver de su madre. Lágrimas y reconciliación. No, no me gustaba esa perspectiva. Y si no me presentaba, ¿qué pasaría? Siempre había alguien para hace