Divisiones en suelo griego
«Nada de lengua; todo ojos; guarda silencio.»
La tempestad
En algún sitio entre Calabria y Corfú comienza realmente el azul. Todo el camino a través de Italia se ve uno moviéndose por un paisaje severamente domesticado: cada valle dispuesto según el plano del arquitecto, brillantemente iluminado, humano. Pero una vez que se sale de la llana y desolada tierra firme calabresa hacia el mar se nota un cambio en el corazón de las cosas, se nota el horizonte que comienza a mancharse en el borde del mundo, se notan las islas que salen de la oscuridad a recibirnos.
Por la mañana se despierta uno con el sabor de la nieve en el aire y, trepando la escalerilla de toldilla, entra de pronto en la penumbra de la sombra proyectada por las montañas albanesas –cada una con su quebrada corona de nieve–, piedra desolada y repudiante.
Una península cortada de cuajo cuando estaba al rojo vivo y que se dejó enfriar en una antártida de lava. No se nota tanto un paisaje que sale a recibirnos invisiblemente sobre esas azules millas de agua como un clima. Se entra en Grecia como podría entrarse en un cristal oscuro; la forma de las cosas se hace irregular, fracturada. Los espejismos de pronto se tragan islas, y, por donde se mire, la cortina temblorosa de la atmósfera engaña.
Otros países pueden ofrecer descubrimientos en costumbres, o historia o paisaje; Grecia ofrece algo más difícil: el descubrimiento de sí mismo.
10·4·37
Es un sofisma imaginar que hay una estricta línea divisoria entre el mundo de vigilia y el mundo de los sueños. N. y yo, por ejemplo, estamos confundidos por la sensación de varias vidas contemporáneas que existen dentro de nosotros; la sensación de ser meros puntos de referencia para el espacio y el tiempo. Hemos elegido Corcira quizá porque es una antesala de la Grecia egea con sus lomos de tortuga de gris humo volcánico contra el techo del paraíso. Corcira es toda azul veneciano y oro... y del todo mimada por el sol. Su riqueza empalaga y enerva. Los valles del sur están pintados osadamente con pesadas pinceladas de amarillo y rojo mientras los árboles de Judas puntúan los caminos con sus polvorientas explosiones púrpuras. Por dondequiera que se vaya puede uno tenderse en el césped; y hasta los desnudos extremos septentrionales de la isla son ricos en olivos y en manantiales minerales.
25·4·37
La arquitectura de la ciudad es veneciana; las casas sobre el puerto viejo están elegantemente construidas en delgados peldaños con estrechas callejas y columnatas entre ellas; rojas, amarillas, rosadas, pardas: una mezcolanza de tonos pastel que la luz de la luna transforma en una ciudad deslumbradoramente blanca construida como tarta de bodas. Hay otras curiosidades: los restos de una aristocracia veneciana que viven en excesivas mansiones solariegas enterradas muy hondo en el campo y rodeadas de cipreses. Un santo patrono de gran antigüedad que yace vestido con zapatillas bellamente bordadas en un gran féretro de plata, listo para hacer milagros.
29·4·37
Es abril y hemos alquilado una vieja casa de pescadores en el extremo norte de la isla: Kalamai. A diez millas por mar y a unos treinta kilómetros por carretera desde la ciudad, ofrece todos los encantos de la soledad. Una casa blanca puesta como un dado sobre una roca venerable ya con las cicatrices del viento y el agua. La montaña sube hasta el cielo, detrás de ella, de manera que los cipreses y los olivos cuelgan sobre este cuarto donde me siento a escribir. Estamos sobre un desnudo promontorio con su hermosa y limpia superficie de piedra metamórfica cubierta de acebos y olivos como unmons pubis. Esto se ha convertido en nuestro hogar no lamentado. Un mundo. Corcira.
5·5·37
Los libros han llegado por mar. Confusión, adjetivos, humo, y el bombeo ensordecedor de un asmático motor diésel. Luego el caique salió bamboleándose en dirección a San Esteban y los Cuarenta Santos, donde la tripulación se atiborrará de melones y caerá dormida en sus toscas chaquetas de lana, uno encima del otro, como una camada de gatos, bajo el icono de san Espiridón de Santa Memoria. Dependemos de este caique para nuestras provisiones.
6·5·37
Subamos a Vigla en la época de las cerezas y miremos hacia abajo. Veremos que la isla está frente a tierra firme, más o menos en forma de hoz. Del lado de tierra hay una gran bahía, noble y serena, y casi completamente cerrada. Hacia el norte la punta de la hoz casi toca Albania y aquí el turbado azul del Jónico es chupado ásperamente entre costillas de piedra caliza y bancos de arena. Kalamai mira a las colinas albanesas, y el agua entra en ella a la carrera, como en una piscina; un feroz verde lechoso cuando la cuaja el viento norte.
6·5·37
El cabo de enfrente es calvo: un desierto de cardos y melancólicos gamones, la lóbrega esquila de mar. En un vibrante día de primavera descubrimos la casa. El cielo era un arco azul heroico cuando bajamos la escalinata de piedra. Recuerdo que N. dijo claramente a Theodore: «Pero