: Brian W. Aldiss
: El mundo devastado
: Edhasa
: 9788435048477
: 1
: CHF 6.20
:
: Science Fiction
: Spanish
: 224
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
NUEVA EDICIÓN REVISADA Todo es caos. El planeta Tierra parece a punto de fenecer: es un mundo arrasado por la superpoblación y la degradación medioambiental. La necesidad de alimentar a la gente ha conllevado a una explotación agrícola destructiva basada en productos químicos que agotan el suelo y convierten las labores del campo en trabajos realizados mayormente por robots. De hecho, la máquinas han pasado a ser más valiosas que los seres humanos. Y, con el colapso del sistema, las gentes se han echado en brazos de extraños y retorcidos cultos, ocupados solo en sobrevivir. El pronóstico de futuro no podría ser peor, el desastre es total... Pero siempre hay un lugar para la esperanza, y, en esta ocasión, toma la forma del carguero nuclear Estrella Trieste, capitaneado por un viajero exconvicto: Knowle Noman. Nadie como Brian Aldiss es capaz de combinar la profundidad de las ideas con la fuerza arrolladora y el trepidante ritmo narrativo de una gran novela de aventuras. Y nadie tampoco ha sabido, hasta ahora, enfrentar al lector a una situación desesperada que, quizás, en realidad, no esté tan lejos en un futuro como podría parecer, cuando Aldiss escribió la novela.

Brian W. Aldiss nacido en Norlkford, es el más pretigioso representante de la llamada nueva ola de escritores británicos que revolucionaron el panorama de la ciencia ficción, hasta hacerla desembocar en lo que conocemos como ficción especulativa. Con un buen número de cuentos a sus espaldas, se dio a conocer enre el gran público en 1955 con el cuento 'Not for an age'. A partir de ese momento inició una espectacular carrera jalonada por éxitos como 'La nave estelar', 'La otra isla del doctor Moreau', 'Enemigos del sistema', 'Un mundo devastado', 'El árbol de saliva' y 'Los mejores relatos de ciencia ficción'. Su obra ha sido galardonada con los premios Nebula y Hugo en Estados Unidos, el Kurd Lasswitz en Alemania, el Julio Verne en Suecia, El British Science Fiction en Gran Bretaña, el Cometa d'Argento en Italia, además de otros otorgados a su labor como crítico literario

CAPÍTULO I

El muerto iba a la deriva, arrastrado por la brisa. Caminaba erguido sobre sus piernas traseras, igual a una cabra amaestrada, como lo había hecho en vida; nada impropio, salvo que en su vida nunca había llegado tan lejos fuera del alcance de toda ideología, nacionalidad, pena o inspiración. Unas pocas moscas enormes seguían con él a pesar de que estaba lejos de tierra; viajaba a poca altura sobre la superficie complaciente del Atlántico Sur. Las olas salpicaban a veces los flecos de sus pantalones blancos de seda: había sido un hombre rico, en la época en que los ricos importaban.

Venía hacia mí a velocidad uniforme, de África.

* * *

Con los muertos estoy en buenas relaciones. Aunque ya no hay lugar para ellos en el suelo, como solía suceder antiguamente, albergo a varios de ellos en mi cabeza; en la memoria, quiero decir. Allí están Mercator y el viejo Thunderpeck, y Jess, que sobrevive como una leyenda –y no sólo en mi cráneo–, y por supuesto mi querido March Jordill. En este libro volveré a darles sepultura.

* * *

El día que llegó este nuevo muerto las cosas me iban mal. Mi nave, elEstrella de Trieste, se aproximaba a su destino, la Costa de los Esqueletos, en África, pero como acostumbraba a suceder en los últimos días de esos largos viajes, la escasa tripulación humana había desembocado en una especie de mermelada de relaciones, y no cesábamos de sofocarnos unos a otros en el amor y en la furia, en la enfermedad y la familiaridad. Hace tanto tiempo de eso, que recordarlo y describirlo es como tratar de imaginarme en el fondo de una mina de hulla. En esos días sufría aún mis alucinaciones.

Mis ojos vibraban, la visión se nublaba; se me secaba la boca, la lengua se endurecía. No sentí ninguna simpatía cuando el médico me dijo que Alan Bator estaba encerrado en su camarote con una de sus alergias.

–Estoy tan cansado de las alergias de ese hombre, doctor –le dije, hundiendo la cabeza en mis manos–. ¿Por qué no lo llena de antihistamínicos y lo manda de regreso a su trabajo?

–Lo he hecho, pero sin resultado. Venga a verle. No está en condiciones de moverse.

–¿Cómo es posible que salgan al mar estos inválidos? ¿No me dijo que podía ser alérgico a la salinidad del océano?

–Ésa era mi vieja teoría –dijo el doctor Thunderpeck alzando las manos–; ahora estoy considerando algo distinto. Empiezo a creer seriamente que puede ser alérgico a los antihistamínicos.

Me levanté lenta y pesadamente. No quería escuchar más. El médico es un hombre extraño y fascinante cuando se le mira; es pequeño, cuadrado, macizo y su rostro, aunque grande, parece falto de espacio para todos sus rasgos. Cejas, orejas, ojos con bolsas, boca, nariz –quizás especialmente esa poderosa nariz en forma de globo–, son todos del mayor tamaño posible; y la pequeña área facial no ocupada por estos rasgos está cubierta por las huellas de un antiguo acné, como las esculturas medio borradas de un templo. De todos modos, ya lo había contemplado lo suficiente como para todo el resto del viaje. Asentí brevemente y me fui hacia abajo.

Como era el momento de la inspección matutina y Thunderpeck nunca se ofendía, me siguió sin rechistar. Sus pasos resonaban al compás de los míos mientras bajaba por la escalera hasta la cubierta inferior. En cada cubierta las luces parpadeaban en los tableros de supervisión; yo las controlaba con el robot principal antes de continuar. Y el viejo Thunderpeck me seguía, dócil como un perro.

–Podrían haber construido estos ba