: Alex Rutherford
: Invasores del Norte El imperio de los Mogoles
: Edhasa
: 9788435048019
: 1
: CHF 10.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 528
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
EL IMPERIO DE LOS MOGOLES Mundo de pueblos enfrentados, potentes ejércitos, armas de guerra novedosas y enemigos tremendamente ambiciosos, el poderoso imperio de los mogoles irrumpió desde Asia central hacia la India en el siglo XVI. En el año 1494, cuando su padre, el rey de Ferganá, muere de súbito en un accidente, el joven Babur se enfrenta a un desafío aparentemente imposible. Pero Babur está decidido a estar a la altura no sólo de su padre, sino también de su legendario antepasado, Tamerlán, cuyas conquistas transformaron la faz de la tierra desde Delhi hasta el Mediterráneo, desde la rica Persia hasta los páramos del Volga. Aun así, Babur parece demasiado joven para vencer a todas las traiciones y rivalidades en torno suyo, además de a los violentos ejércitos que amenazarán no sólo su vida, sino la supervivencia de su reino. Pronto, descubrirá que incluso el líder más valiente y audaz puede ser traicionado, y que todo viaje, por más corto que sea, está plagado de peligros... Novela totalmente absorbente, protagonizada por personajes históricos y con una acción arrolladora ambientada en una era tan salvaje como magnífica, Alex Rutherford consigue con Invasores del norte una aventura histórica en su máxima expresión.

Alex Rutherford es el pseudónimo de dos escritores: Diana Preston y su esposo Michael. Estudiaron en la Universidad de Oxford, Historia y Filología inglesa, respectivamente, donde se conocieron. Cada uno por su lado tiene publicadas diversas obras de ensayo riguroso. Para su primera incursión en la ficción, común, además, decidieron crear una nueva personalidad: Rutherford por el premio Nobel Ernest Rutherford, y Alex por ser un nombre válido tanto para hombre como para mujer... Viajeros entusiastas, ambos adoran todo lo que tiene que ver con la India. Su investigación sobre la construcción del Taj Mahal los llevó a explorar la historia de la dinastía que lo mandó construir: el imperio mogol. Y de ahí surgió su mayor éxito: la serie de novelas titulada 'El imperio de los mogoles', de la que Invasores del Norte es su primer título.

Capítulo 1

Muerte entre las palomas

En una pequeña fortaleza polvorienta de Asia central, en un crepúsculo de verano de 1494, las almenas de barro cocido, grises como la piel de un elefante durante el día, se sonrosaban a ojos de Babur. Mucho más abajo, el río Jaxartes espejeaba con un rojo apagado en su camino hacia el oeste, a través de las praderas ensombrecidas. Babur se movió en el escalón de piedra y volvió a prestar atención a su padre, el rey, que se paseaba por las murallas del fuerte con las manos apretadas contra los broches de turquesa de la túnica. Gesticulaba, excitado, mientras narraba con rapidez el cuento que su hijo de doce años había oído tantas veces con anterioridad. Pero valía la pena la repetición, pensó Babur. Escuchaba atentamente, dispuesto a los nuevos adornos que siempre se colaban en la narración. Sus labios se movían acompasadamente con los de su padre cuando el rey llegó al momento culminante... La parte que nunca cambiaba, porque cada una de sus frases grandiosas era sacrosanta.

–Y así fue que nuestro ancestro, el gran Tamerlán, Tamerlán el guerrero, cuyo nombre quería decir «hierro» y cuyos caballos sudaban sangre cuando él galopaba a lo largo del ancho mundo, conquistó un vasto imperio. Y, aunque había sido dañado tan cruelmente en su juventud que una pierna le había quedado más larga que la otra y cojeaba, conquistó las tierras desde Delhi al Mediterráneo, desde la rica Persia hasta los yermos que se extienden junto al Volga. ¿Pero acaso era suficiente para Tamerlán? ¡Por supuesto que no! Incluso ya entrado en años, era de complexión fuerte y robusta, duro como una roca, y su ambición no conocía límites. Su última empresa sucedió hace noventa años, contra China. En sus oídos resonaba el trueno de doscientos mil guerreros a caballo; se mantuvo ileso y la victoria final le habría pertenecido si no fuera porque Alá lo reclamó para que descansara a su lado en el Paraíso. Pero ¿cómo logró todo esto Tamerlán, el más grandioso de los guerreros, más grandioso aún que tu otro ancestro, Gengis Kan? Veo la duda en tus ojos, hijo, y te asiste la razón al preguntar.

El rey palmeó la cabeza de Babur en señal de aprobación al comprobar que tenía completamente captada su atención. Y luego reanudó el cuento, con un chorro de voz que subía y bajaba con fervor poético:

–Tamerlán era listo y valiente, pero, sobre todo, era un gran líder para los hombres. Mi abuelo me contó que tenía unos ojos como bujías no resplandecientes. Una vez que los hombres miraban dentro de esas rajas de luz acallada, ya no podían apartarse de él. Y, mientras Tamerlán les clavaba la mirada en el alma, les hablaba de la gloria, que reverberaría a través de los siglos y despertaría el polvo sin vida de sus huesos, que sería lo único que quedaría de ellos sobre la tierra; les hablaba de oro reluciente y de gemas centelleantes, y de mujeres de huesos delicados cuyos cabellos caían como cortinas de seda, tal y como las habían visto en los mercados de esclavos de la capital, Samarcanda. Pero, por encima de todo, les hablaba de su derecho de nacimiento, de su derecho de ser los amos de la tierra. Y, conforme la voz profunda de Tamerlán fluía sobre ellos, como rodeándolos, la imaginación se les poblaba de visiones de todo lo que tenían al alcance de la mano, y lo habrían seguido incluso hasta cruzar las abrasadoras puertas del infierno.

»No es que Tamerlán fuese un bárbaro, hijo mío. –El rey sacudió la cabeza vigorosamente, de tal manera que los flecos que solían colgarle del turbante de seda color granate oscilaron de un lado a otro–. No. Era un hombre cultivado. Su imponente ciudad, Samarcanda, era un sitio de elegancia y belleza, de erudición y saber. Pero Tamerlán sabía que un conquistador no debe dejar que nada ni nadie se interponga en su camino. Por eso, la crueldad se enseñoreaba de su alma hasta que cumplía su objetivo y, cuantos más lo supieran, mejor.

Cerró los ojos, imaginando aquellos días gloriosos. Se había dejado llevar por tal frenesí de orgullo y emoción que le caían gotas de sudor por la frente. Se las enjugó con un pañuelo de seda amarilla.

Babur, entusiasmado por las imágenes que su padre había evocado, sonrió, como para mostrarle que compartía