Capítulo 3
En la prisión de La Santé el hedor a orina estancada y el frío de los sótanos húmedos y oscuros en los que se torturaba a los prisioneros asustaron a Hauptmann Martin Koening. El joven capitán no solía descender a aquel infierno: sus aptitudes estaban mejor aprovechadas en el análisis de informes y la compilación de datos. Más de mil prisioneros se hacinaban en celdas que no medían más de tres metros cincuenta por uno setenta y cinco, a razón de seis prisioneros por cubículo y tres colchones de paja para compartir. Avanzó resueltamente por el corredor poco iluminado, decidido a no dar la impresión de timidez ante los guardias. Dejó atrás habitaciones cerradas, la pesada puerta de una de las cuales apenas amortiguaba los gemidos, y se dirigió hacia una que estaba abierta. Un grito repentino, la voz agónica de una mujer, lo hizo titubear. El silencio que siguió lo empujó a retomar el paso; cuanto antes terminara con el recado, mejor. Se detuvo en la entrada de la celda de interrogatorios, que estaba abierta. Lo que vio le provocó una mueca de disgusto, pero logró reprimir cualquier conmoción visible. Una mujer estaba atada a una silla de metal, vestida sólo con la saya. Una herida desagradable se le enconaba en la pierna derecha; tenía un ojo cerrado a causa de los golpes y por el cuello le corría un hilo de sangre que salía de la nariz magullada y llegaba hasta el pecho. Los interrogadores le habían tajeado las plantas de los pies con cuchillas de afeitar, y el joven oficial sabía que la habrían hecho caminar sobre sal. Tenía la cabeza caída sobre el pecho. Se dio cuenta de que el dolor le había hecho perder el conocimiento. La breve absolución del olvido.
Un agente de la Gestapo lo miró. Koening lo conocía: Rudi Leitmann era un joven saludable, más o menos de su misma edad, que vestía, con menos formalidad de la que cabía esperar, unos pantalones y una chaqueta holgados. Un hombre a quien se podía confundir con un estudiante de posgrado. Se levantó de la silla que habían dispuesto frente a la mujer torturada y se encaminó hacia el corredor.
–¿Qué hace tan lejos de su escritorio, Koenig? ¿De visita por los barrios bajos? –preguntó con simpatía.
Koenig desvió la mirada hacia el interior de la celda oscura, donde dos interrogadores de la Gestapo vestidos de paisano se tomaban un respiro de sus afanes. Las chaquetas colgaban de los respaldos de las sillas y, en la pequeña mesa de metal, se veían colillas de cigarrillos. Llevaban las camisas arremangadas, empapadas de sudor, y salpicadas con gotas de sangre.
–El comandante Stolz quiere saber si ha dicho algo –titubeó, incapaz de apartar la mirada de la mujer–. ¡Dios mío! –susurró, y sintió la boca repentinamente seca–. ¿Está muerta?
Leitmann le dio una indicación a uno de los matones, que vació un cubo de agua sobre Suzanne. El sobresalto del agua fría la hizo volver en sí con un grito ahogado.
–Dígale que estamos progresando. Otra docena cayó en una redada anoche. Tenemos mucha madera aquí. –Regresó a la pequeña mesa de metal y levantó una pila de documentos de identidad–. Son los que llevaban encima.
Hauptmann Koenig volvió a mirar a la mujer herida con aire indeciso. Si continuaban el interrogatorio con ese grado de brutalidad, seguramente moriría antes de darles ninguna información que resultase útil. Leitmann cogió un cigarrillo