CAPITULO I
Sebastian Barnack abandonó la sala de lectura de la biblioteca pública y se detuvo en el vestíbulo para ponerse su raído abrigo. Al observarle, la señora Ockham sintió su corazón atravesado por una daga. Este ser menudo y exquisito, con su rostro de serafín y su rizada cabellera rubia, era la viva imagen del suyo, de su hijo único, del hijo muerto e idolatrado.
Observó que los labios del muchacho se movían, mientras el cuerpo pugnaba por enfundarse en el abrigo. Se estaba hablando a sí mismo… Exactamente como hacía Frankie. Sebastian se volvió y pasó junto al banco donde ella estaba sentada, camino de la puerta.
–Es una noche muy desabrida –dijo la señora Ockham en voz alta, dejándose llevar del repentino impulso de detener a aquel fantasma vivo, de dar vida al punzante recuerdo en el corazón herido.
Sacado de los pensamientos que le absorbían, Sebastian se detuvo, se volvió y, durante uno o dos segundos, miró sin comprender a quien le hablaba. Después, se dio cuenta del significado de aquella anhelosa sonrisa maternal. Su mirada se hizo dura. Ya le había pasado aquello con anterioridad. La buena señora le estaba tratando como a uno de esos bebés a los que se dan palmaditas en sus cochecitos. ¡Ya le enseñaría a la vieja bruja! Pero, como de costumbre, careció del valor y de la presencia de espíritu necesarios. Finalmente, contestó, con una débil sonrisa, que sí, que era una noche muy desabrida.
Entretanto, la señora Ockham había abierto su bolso y sacado una caja de cartón blanco.
–¿Un chocolate, no?
Ofreció la caja. Era chocolate francés, el favorito de Frankie. Y de ella misma, al fin, y al cabo. La señora Ockham tenía debilidad por las golosinas.
Sebastian observó a su interlocutora con vacilación. El acento estaba muy bien y, a su modo sin forma, la ropa de paño era de clase, de buena calidad. Pero era una mujer gruesa y fea; por lo menos, tenía cuarenta años. El muchacho dudó, luchando entre el deseo de poner en su sitio a aquella impertinente y el no menos ardiente de probar aquellas deliciosaslangues de chat. «Parece una torta», se dijo Sebastian, mientras contemplaba aquel rostro embotado y blando. «Una torta encendida y pelada, con el cutis echado a perder.» Tras este dictamen, estimó que podía aceptar los chocolates sin quebranto para su integridad.
–Gracias –dijo, y dirigió a la torta una de esas encantadoras sonrisas que las señoras de edad madura consideran siempre irresistibles.
Tener diecisiete años, comprender que el espíritu estaba ya tan formado como el de un adulto hecho y derecho y parecer un querubín de trece de Della Robbia resultaba un sino absurdo y humillante. Pero había leído a Nietzsche durante las últimas Navidades y, desde entonces, sabía que era preciso el Amor al propio Destino.Amor Fati… Aunque moderado por un saludable cinismo. Si la gente estaba dispuesta a dar algo porque uno pareciera más joven de lo que era, ¿qué razón había para no darle gusto?
–¡Qué bueno es!
Sebastian sonrió de nuevo con las comisuras de sus labios ennegrecidas por el chocolate. La daga, con dolor de agonía, penetró todavía más en el corazón de la señora Ockham.
–Quédese con la caja! –exclamó la pobre señora.
La voz temblaba, los ojos brillaban con