I
Alguien tenía que decirlo: soy un corrupto. Sé que esta declaración es chocante en este país de sinvergüenzas de honor sensible, de «profesionales» que no saben hacer una a derechas o de individuos que confunden el servicio público con el servicio que el público puede hacer para llenar sus bolsillos. Ha pasado tanto tiempo que no me importa reconocerlo. Sí, me llevé el dinero de aquella maldita carretera de Marruecos que narra el chivato de Arturo Barea enLa forja de unrebelde, pero no crean que era gran cosa. Sisábamos unos cuantos duros de materiales y otro tanto del sueldo de trabajadores inexistentes. Si no me creen, saquen una güija y convoquen al espíritu de Arturo, y les dirá que así era, y que él, además de indignarse, se llevaba su parte.
Viendo lo que ha venido después, en vez de corrupto, prefiero llamarme adelantado a mi época. En mi defensa tengo que decir que nosotros éramos sólo un pequeño grupo de aficionados, de humildes artesanos cuyo negocio era poco menos que insignificante. Daba para alguna juerga con alcohol y mujeres, una comilona o para montar una buena timba de cartas. Nadie se planteaba labrarse una fortuna personal con estas cosas. En nuestro caso, no había por medio partidos políticos ni grandes contactos en las finanzas o la administración. Ya les digo, nada que ver con el volumen de negocio y la profesionalidad que hoy impera en este campo. En esto, como en todo, se ve cuánto ha progresado el país desde entonces.
Es cierto que siempre he sido un fullero notable, un pelota de los grandes y un mentiroso espléndido, pero como corrupto sólo fui un mediocre aprendiz. Lo reconozco ahora, tantos años después, pero en su momento lo negué con el mismo frenesí que mis colegas actuales refutan las pruebas más flagrantes. Yo también refuté todas las acusaciones con una mezcla de altivez, suspicacia y orgullo ofendido. Me recuerdo impertérrito y desafiante, alto, atlético, con el pelo engominado y ese atractivo que mi uniforme impecable hacía resaltar aún más (lo de ser bizco es una de las muchas mentiras de la novelucha de Barea).
Supongo que fui uno de los primeros en calificar la investigación que me acorralaba como un conjunto de «calumnias e injurias», y lo atribuí todo a «una trama organizada para desprestigiar al ejército». (Siempre es conveniente que el acoso a un individuo se convierta en la persecución de algo más grande: el ejército, el partido, la patria... Qué más da; el caso es quitarse el muerto de encima). En fin, no quiero atribuirme méritos, pero creo que en buena parte urdí la clásica defensa de la que cualquier mangante actual se sigue sirviendo.
Todo aquella desdicha se la debía al dictador Miguel Primo de Rivera. Una de sus primeras disposiciones tras ser nombrado presidente del Gobierno fue investigar las corruptelas en el ejército. Era sólo una de las muchas medidas regeneracionistas –como se llamaba entonces– que pensaba llevar a cabo. Casi todas eran buenas y populares, pero ésa, en concreto, me arruinó la vida. Sólo dos meses después de llegar al poder, el asunto de la carretera me llevó a ser suspendido de empleo y sueldo de manera temporal. Alguien con más cabeza tendría unos ahorros a los que echar mano, pero yo había dilapidado todos mis ingresos en una espiral de juergas, mujeres, alcohol, apuestas de caballos y mesas de juego. Debía dos meses de alquiler, carecía de ahorros y esperaba el sueldo cada mes como maná caído del cielo.
Para colmo de males, poco antes de estallar el escándalo, mi padre siguió el destino de tantos esforzados empresarios y se encontraba en paradero desconocido, huyendo de la justicia, que lo buscaba por cometer estafa, fraude y alzamiento de bienes (esa Santísima Trinidad del capitalismo español). Sólo mi madre me socorría de vez en cuando con alguna pequeña cantidad, aunque su situación también era precaria.
Sin dinero ni familia a quien recurrir, no me quedó otra que escapar del casero de mi piso de la calle Velázquez para refugiarme en una de las humildes pensiones que florecían alrededor de la estación de ferrocarril de Atocha. Cualquiera puede imaginar el triste tránsito que supone el paso de vivir en un coqueto piso en el exquisito barrio de Salamanca