CAPÍTULO I
Kino despertó antes de que aclarara. Las estrellas brillaban todavía y el día sólo había extendido una tenue capa de luz en la parte más baja del cielo, en el este. Hacía un rato que los gallos cantaban, y los cerdos más madrugadores habían comenzado ya a hurgar incesantemente entre ramitas y trozos de madera, en busca de algo de comer que les hubiese pasado inadvertido. Fuera de la cabaña de paja, entre las tunas, una bandada de pajarillos se estremecía y agitaba frenéticamente las alas.
Los ojos de Kino se abrieron y él miró primero el recuadro algo más claro que correspondía a la puerta, y luego miró la caja, colgada del techo, en que dormía Coyotito. Y por último volvió la cabeza hacia Juana, su mujer, que yacía junto a él en el jergón, el chal azul sobre la nariz y sobre los pechos y alrededor del talle. Los ojos de Juana también estaban abiertos. Kino no recordaba haberlos visto jamás cerrados al despertar.
Los ojos oscuros de la mujer reflejaban pequeñas estrellas. Ella le miraba como le miraba siempre cuando despertaba.
Kino escuchó el leve romper de las olas de la mañana en la playa. Era estupendo... Kino volvió a cerrar los ojos y atendió a su música interior.
Quizá sólo él hiciera eso, y quizá lo hiciera toda su gente. Los suyos habían sido una vez grandes creadores de canciones, hasta el punto de que todo lo que veían o pensaban o hacían u oían, se convertía en canción. Hacía mucho de eso. Las canciones habían perdurado; Kino las conocía; pero no se había agregado ninguna nueva. Eso no significa que no hubiese canciones personales. En la cabeza de Kino había ahora una canción, clara y dulce, y, de haber sido capaz de hablar de ello, la hubiera llamado la Canción de la Familia.
La manta le cubría la nariz para protegerle del aire húmedo y malsano. Parpadeó al oír un susurro a su lado. Era Juana, que se levantaba en un silencio casi total. Con los pies desnudos, se acercó a la caja colgante en que dormía Coyotito, y se inclinó sobre él y dijo una palabra tranquilizadora. Coyotito la miró un momento y cerró los ojos y volvió a dormirse.
Juana se acercó al fuego, y separó un ascua, y la aventó para avivarla, mientras rompía ramas en trozos pequeños y los dejaba caer encima.
Entonces Kino se levantó y se envolvió la cabeza y la nariz y los hombros con la manta. Deslizó los pies en las sandalias y salió a mirar el amanecer.
Fuera, se sentó en cuclillas y se cubrió las piernas con el extremo de la manta. Veía el perfil de las nubes del Golfo flamear en lo alto del aire.
Y una cabra se acercó y le olió y se quedó mirándole con sus fríos ojos amarillos. Tras él, el fuego de Juana se alzó en una llama y arrojó lanzas de luz a través de las grietas del muro de la cabaña, y proyectó un vacilante rectángulo de claridad hacia afuera. Una polilla rezagada se lanzó ruidosamente en busca del fuego. La Canción de la Familia surgía ahora de detrás de Kino. Y el ritmo de la canción familiar era el de la muela en que Juana molía el maíz para las tortillas de la mañana.
Ahora, el amanecer se acercaba rápidamente: un remolino, un arrebol, un destello, y luego un estallido al levantarse el sol en el Golfo. Kino bajó la vista para protegerse los ojos del resplandor. Oyó batir la masa de las tortas de maíz dentro de la casa, y de la plancha de cocer le llegó su dulce aroma. Las hormigas se afanaban en el suelo, unas grandes y negras, con cuerpos brillantes, y otras pequeñas, polvorientas y rápidas. Kino observó con la objetividad de Dios cómo una hormiga polvorienta trataba frenéticamente de escapar de la trampa de arena que una hormiga león había preparado para ella. Un perro flaco y tímido se acercó y, a una palabra dulce de Kino, se acurrucó, acomodó la cola diestramente bajo las patas y apoyó con delicadeza el hocico sobre un pilote. Era un perro negro, con manchas de un amarillo dorado en el sitio en que debía haber tenido las cejas. Era una mañana como cualquier otra mañana y, sin embargo, era