: Emilio Lara
: Tiempos de esperanza
: Edhasa
: 9788435047296
: 1
: CHF 9,80
:
: Historische Romane und Erzählungen
: Spanish
: 480
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
PREMIO EDHASA NARRATIVAS HISTÓRICAS 20191212, año del Señor. Europa está en plena convulsión cuando por el reino de Francia avanza una tropa desigual de niños cruzados, conducida por el pastorcillo Esteban de Cloyes en un ambiente enfebrecido y jubiloso. Su objetivo: Jerusalén, a la que piensan liberar sin arma alguna, con la única fuerza de la fe. Mientras tanto, el califa almohade al-Nasir prepara en Sevilla un poderoso ejército para marchar sobre Roma, que vive atemorizada. Ha jurado que sus caballos abrevarán en las fuentes vaticanas. El fervor religioso se mezcla con el odio al otro, al diferente. Y los judíos son perseguidos con saña, robados y masacrados. Como lo serán algunos niños de esa cruzada histórica y alucinada... Entre esos niños está Juan, hijo de un noble castellano asesinado en una emboscada, junto a sus compañeros Pierre y Philippe. Sus pasos se encontrarán con los de otros caminantes: Raquel y Esther, mujeres que huyen del odio antisemita y que sólo se tienen la una a la otra; o Francesco, un sacerdote de la Santa Sede que quiere salvar almas y cuerpos... y que encontrará su propia salvación a través del amor. Es ésta un novela de amor en años de odios. Un novela de guerras, fanatismos y miedos, pero también de amistad, amor y esperanza. Una novela coral cuyo recuerdo y personajes perdudarán para siempre... Emilio Lara, autor de La cofradía de la Armada Invencible y El relojero de la Puerta del Sol, se consagra como un auténtico maestro de la novela histórica y un apasionado narrador del alma humana, con sus miserias y con sus grandezas. Las críticas y premios que ha recibido por sus libros anteriores ya lo venían anunciando y con esta obra ha conseguido ser el ganador del Premio Edhasa Narrativas Históricas 2019, que se celebra por segundo año consecutivo.

Emilio Lara (Jaén, 1968) es doctor en Antropología, licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario, Premio Nacional de Fin de Carrera y profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria.Ha publicado varios libros de Historia y decenas de artículos en revistas universitarias y centros de investigación españoles, italianos y franceses. Ha participado en la elaboración del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. También ha obtenido diversos premios de literatura, historia y periodismo. En Edhasa ha publicado dos novelas, ambas, muy bien acogidas por la crítica y el público, la primera La cofradía de la Armada Invencible (2016) y la segunda El relojero de la Puerta del Sol (2017). Por esta última recibió dos premios en el 2018: El XXIV Premio Andalucia de la Crítica y el XIX Premio de Novela Histórica Ciudad de Cartagena. Ahora está enfrascado en la escritura de su tercera novela. En 2019 gana la segunda edición del Premio Edhasa Narrativas Históricas con su novela Tiempos de esperanza.

7

Sevilla, 6 de mayo de 1212

El aire era tibio y olía a azahar. La primavera estallaba en los campos y en los recónditos jardines de la ciudad islámica, la capital andalusí. Las flores blancas de los naranjos y limoneros de las huertas endulzaban los alrededores de la Mezquita Mayor. El sol relucía en elyamur, las cuatro bolas doradas que coronaban el alminar para conmemorar la victoria sobre los cristianos en la batalla de Alarcos. Mujeres cubiertas con velo caminaban deprisa por las callejuelas camino de los tenderetes del zoco, cogiendo de la mano con firmeza a sus hijos pequeños para que no se demorasen tonteando, pues jugar al aire libre y reír a carcajadas era pecado.

Otras mujeres transportaban en equilibrio sobre sus cabezas alcarrazas de agua, o llevaban las cántaras apoyadas en las caderas y, a cada contoneo, sentían sobre ellas las lascivas miradas de los hombres.

Delante de los puestos de huevos, había ollas con agua para que los compradores comprobasen si estaban en buen estado o podridos, porque éstos últimos se hundían. En el suelo, las cestas de mimbre exhibían tabletas de pan de higo y alfajor y los vendedores no se molestaban en espantar a las moscas que, enloquecidas por el azúcar, zumbaban alrededor.

Muhammad al-Nasir, el califa, caminaba a buen paso rodeado de su habitual cortejo de consejeros y guardaespaldas de piel aceitunada. Se mostraba eufórico y sus andares eran enérgicos. Miró las refulgentes bolas del alminar y sintió una pleamar de orgullo. Aspiró el aire perfumado de azahar y sus labios se destensaron. Aquel mínimo gesto era indicativo de su excelente estado de ánimo, pues al-Nasir, príncipe de los creyentes, jamás sonreía.

Quienes reconocían por la calle su alta figura agachaban la cabeza en señal de sumisión, se hincaban de rodillas o proferían alabanzas a Alá por haberles otorgado la dicha de pisar el mismo suelo que él.

Vestía la tradicional capa negra de los guerreros almohades, lo que resaltaba la blancura de su piel, su cabello rubio y el azul de sus ojos, herencia de su madre, Zahar, la bellísima esclava cristiana de la que se quedó prendado su padre, al-Mansur, el vencedor de Alarcos. El nombre de su madre era el de la aromática flor del naranjo. Por eso aspiraba el aire con gozo. Le recordaba a ella.

–Rápido. Qui-quiero revistar a las tro-tropas –dijo a sus dignatarios.

Acababa de rezar en la mezquita, de dar gracias a Alá por las mercedes que le concedía, por sus continuados éxitos frente a los cristianos y por el esplendoroso futuro que le aguardaba. Los Alcázares Reales estaban comunicados con la Mezquita Mayor a través de un pasaje, pero no se disponía a regresar a su palacio. Tras atravesar la Puerta del Lagarto de la mezquita prefirió cruzar parte de la ciudad antes de comprobar el estado de su ejército acampado extramuros.

–Vamos. Rá-rápido –ordenó.

La tartamudez lo obligaba a hablar con frases cortas. Y eso cuando rompía el silencio, pues, para no mostrar en público lo que consideraba una debilidad, desde la adolescencia se inclinaba por el mutismo. Era tan sumamente raro que hablase fuera del recinto palaciego, que había que achacar aquellas palabras pronunciadas a la exultación que sentía. Le agradaba la ciudad y el mundo sobre el que reinaba.

Entre sus planes inmediatos figuraban ampliar las fronteras de ese mundo, extenderlas como aceite derramado por la Europa cristiana, sustituir la cruz por la media luna, convertir las iglesias en mezquitas o en establos y eliminar a los sacerdotes para acallar el latín y, así, que el árabe de imanes y ulemas fuese la única lengua para comunicarse con el Todopoderoso.

Sus espías y confidentes sobrepasaban los territorios controlados por el Imperio almohade. Vivían infiltrados en los reinos cristianos peninsulares. Los dírhems, las monedas de plata de amplia circulación, obraban milagros para comprar volun­tades y soltar lenguas, por lo que no pocos renegados castellanos y aragoneses informaban de los movimientos políticos y militares de sus reyes. El dinero hacía flaquear las lealtades y su brillo convertía la religión en un cachivache de mercadillo. De ese modo, en la corte califal sevillana se había sabido que una embajada de Castilla había partido al condado de Blois, en Francia, para buscar aliados entre los nobles.

El contumaz monarca castellano, con el beneplácito del Papa de Roma, organizaba una cruzada contra los almohades, los puros y rectos hijos de Alá. Aquellos dos satanes no eran conscientes de a quién osaban enfrentarse, pensaba al-Nasir. Al igual que la brisa hinchaba las velas de los bajeles que navegaban por el Guadalquivir, un vendaval de orgullo hinchaba su corazón. En ocasiones, cuando oraba con los ojos cerrados frente al Mih­rab o meditaba a solas caminando bajo las palmeras, una voz interior le decía que estaba llamado a cambiar la historia. Él no só