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Sevilla, 6 de mayo de 1212
El aire era tibio y olía a azahar. La primavera estallaba en los campos y en los recónditos jardines de la ciudad islámica, la capital andalusí. Las flores blancas de los naranjos y limoneros de las huertas endulzaban los alrededores de la Mezquita Mayor. El sol relucía en elyamur, las cuatro bolas doradas que coronaban el alminar para conmemorar la victoria sobre los cristianos en la batalla de Alarcos. Mujeres cubiertas con velo caminaban deprisa por las callejuelas camino de los tenderetes del zoco, cogiendo de la mano con firmeza a sus hijos pequeños para que no se demorasen tonteando, pues jugar al aire libre y reír a carcajadas era pecado.
Otras mujeres transportaban en equilibrio sobre sus cabezas alcarrazas de agua, o llevaban las cántaras apoyadas en las caderas y, a cada contoneo, sentían sobre ellas las lascivas miradas de los hombres.
Delante de los puestos de huevos, había ollas con agua para que los compradores comprobasen si estaban en buen estado o podridos, porque éstos últimos se hundían. En el suelo, las cestas de mimbre exhibían tabletas de pan de higo y alfajor y los vendedores no se molestaban en espantar a las moscas que, enloquecidas por el azúcar, zumbaban alrededor.
Muhammad al-Nasir, el califa, caminaba a buen paso rodeado de su habitual cortejo de consejeros y guardaespaldas de piel aceitunada. Se mostraba eufórico y sus andares eran enérgicos. Miró las refulgentes bolas del alminar y sintió una pleamar de orgullo. Aspiró el aire perfumado de azahar y sus labios se destensaron. Aquel mínimo gesto era indicativo de su excelente estado de ánimo, pues al-Nasir, príncipe de los creyentes, jamás sonreía.
Quienes reconocían por la calle su alta figura agachaban la cabeza en señal de sumisión, se hincaban de rodillas o proferían alabanzas a Alá por haberles otorgado la dicha de pisar el mismo suelo que él.
Vestía la tradicional capa negra de los guerreros almohades, lo que resaltaba la blancura de su piel, su cabello rubio y el azul de sus ojos, herencia de su madre, Zahar, la bellísima esclava cristiana de la que se quedó prendado su padre, al-Mansur, el vencedor de Alarcos. El nombre de su madre era el de la aromática flor del naranjo. Por eso aspiraba el aire con gozo. Le recordaba a ella.
–Rápido. Qui-quiero revistar a las tro-tropas –dijo a sus dignatarios.
Acababa de rezar en la mezquita, de dar gracias a Alá por las mercedes que le concedía, por sus continuados éxitos frente a los cristianos y por el esplendoroso futuro que le aguardaba. Los Alcázares Reales estaban comunicados con la Mezquita Mayor a través de un pasaje, pero no se disponía a regresar a su palacio. Tras atravesar la Puerta del Lagarto de la mezquita prefirió cruzar parte de la ciudad antes de comprobar el estado de su ejército acampado extramuros.
–Vamos. Rá-rápido –ordenó.
La tartamudez lo obligaba a hablar con frases cortas. Y eso cuando rompía el silencio, pues, para no mostrar en público lo que consideraba una debilidad, desde la adolescencia se inclinaba por el mutismo. Era tan sumamente raro que hablase fuera del recinto palaciego, que había que achacar aquellas palabras pronunciadas a la exultación que sentía. Le agradaba la ciudad y el mundo sobre el que reinaba.
Entre sus planes inmediatos figuraban ampliar las fronteras de ese mundo, extenderlas como aceite derramado por la Europa cristiana, sustituir la cruz por la media luna, convertir las iglesias en mezquitas o en establos y eliminar a los sacerdotes para acallar el latín y, así, que el árabe de imanes y ulemas fuese la única lengua para comunicarse con el Todopoderoso.
Sus espías y confidentes sobrepasaban los territorios controlados por el Imperio almohade. Vivían infiltrados en los reinos cristianos peninsulares. Los dírhems, las monedas de plata de amplia circulación, obraban milagros para comprar voluntades y soltar lenguas, por lo que no pocos renegados castellanos y aragoneses informaban de los movimientos políticos y militares de sus reyes. El dinero hacía flaquear las lealtades y su brillo convertía la religión en un cachivache de mercadillo. De ese modo, en la corte califal sevillana se había sabido que una embajada de Castilla había partido al condado de Blois, en Francia, para buscar aliados entre los nobles.
El contumaz monarca castellano, con el beneplácito del Papa de Roma, organizaba una cruzada contra los almohades, los puros y rectos hijos de Alá. Aquellos dos satanes no eran conscientes de a quién osaban enfrentarse, pensaba al-Nasir. Al igual que la brisa hinchaba las velas de los bajeles que navegaban por el Guadalquivir, un vendaval de orgullo hinchaba su corazón. En ocasiones, cuando oraba con los ojos cerrados frente al Mihrab o meditaba a solas caminando bajo las palmeras, una voz interior le decía que estaba llamado a cambiar la historia. Él no só