EL BALÓN
Un balón ni siquiera tiene que ser un balón. Puede ser un paquete de Chesterfield, o una naranja de mesa, o el papel de aluminio en el que iba envuelto el bocadillo de tortilla. Todo depende de tener unos pies capaces de convertir cualquier cosa andrajosa en un balón. A Maradona, en los calentamientos de los partidos, le lanzaban todo tipo de objetos desde la grada –incluido algún insulto– que a veces ni siquiera eran esféricos, para que interpretase con ellos la sinfonía Nº3 en Fa Mayor Op. 90 de Johannes Brahms. Maradona los recibía con el empeine o con el pecho, y con su habilidad ancestral y chamánica, ya glosada por Aristóteles, los trababa como un balón perfecto, pese a su irregularidad e imperfección. Los amansaba si eran indómitos, hasta acunarlos, y lentamente se dormían sobre su bota, igual que bebés, mientras sonaba la sinfonía de Brahms. «El placer nos usa», decía Baudelaire.
En futbol es común incurrir en un error de apreciación: no advertir que el balón, para que corresponda, merece antes ser tratado de usted. Mr. Balón sería un trato acorde. Sinceramente, el tuteo a la pelota ha hecho mucho daño al fútbol. Para empezar, posibilitó la aparición del golpeo de puntera, o el pase de sesenta metros a boleo, no tanto para buscar un desmarque como para alejar un fantasma. Afortunadamente, a ojos de mi generación, Bernard Schuster proporcionó otro sentido a ese tipo de golpeos largos, que requerían complejos cálculos para los que el mediocampista alemán usaba mapas, compases, y utensilios de navegación clásica. Sólo así podía alcanzar semejante precisión en el pase largo.
Schuster era un mundo aparte más, cuyo arte no era tanto acercar el balón a sí mismo para charlar de la filosofía patrística, como tal vez hacía Maradona, y avanzar juntos, como alejarlo. El amor al balón también se demuestra alejándose de él en un momento determinado, como cuando emigrabas para sostener a tu familia. Cada jugador empatiza con el balón a su manera. Coco Rossi, por ejemplo, no podía resistirse a tirar caños a los rivales a cualquier hora del día. Era un tic. Cuenta HéctorBambino Veira que una vez fue a su casa y en el salón le hizo uno con una tortuga, pobrecita. Era como el fumador que, sin nada que fumar, porque era domingo y llovía como en la Biblia y no quería salir de casa, se fumaba un lápiz. El caso era que el gesto no se detuviese.
No hay un manual de estilo para tratar el balón. En realidad, hay un sinfín de estilos, algunos de ellos esperando a que los descubran. Incluso hay estilos definidos por la falta de estilo, como esos defensas cuadrados, de piedra caliza, que, cuando el balón se acerca a su área tocando el silbato, como una locomotora, creen ver en él al muchacho del colegio que les robaba el almuerzo en los recreos. En los casos más críticos, el balón es el demonio. Lo abominan. Necesitan patearlo lejos, exiliarlo a la grada, romperlo. Nada de controlar. En un momento así, con tu pasado de visita, abrumado por viejos fantasmas, sólo deseas ahuyentar el trauma infantil de una patada. En esas circunstancias vertiginosas, el balón es la granada de mano que ha perdido la anilla, la misma que Maradona hubiese dormido con el empeine, hasta convencerla de que proclamase la paz. Nada de explosiones.
Nunca como en esos instantes, camino a los anfiteatros, donde los mamuts no se han extinguido todavía por falta de tiempo, el balón se siente tan incomprendido. Nadie que no esté dispuesto a tratar a patadas un piano de cola, o el portarretratos con la foto de tu madre, debería golpear de ese modo un balón. Un balón hace música, y el día que tu madre no esté ese sonido te recordará a las tardes de la infancia en las que todavía la besabas a diario. Otra cosa es que el balón, con su «eterno silencio en los labios y la mirada», con el que