: Vic Echegoyen
: La voz y la espada
: Edhasa
: 9788435047630
: 1
: CHF 9.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 168
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
'He sido creada para el peligro. Y también para la ternura'. Julia d'Aubigny, huérfana de madre, crecerá junto a su padre, quien encandila y educa a la niña a la sombra de su espada. Y, junto a las tareas domésticas, las letras y el arte musical, Julia aprenderá a esgrimir esa espada. Amante precoz del hombre más poderoso de la corte del rey Sol, será también Chiripa, niña prodigio de la esgrima; Giulio Aubini, castrato en busca y captura por rapto, incendio y profanación de tumbas; mademoiselle de Maupin, primera contralto de la historia de la ópera, travesti y bisexual, musa de compositores y poetas y amante de príncipes, monjas, generales y bandidos... Ambientada en París durante el reinado de Luis XIV, Bruselas y Madrid, La voz y la espada nos narra la historia de una mujer fascinante que rompió los tabúes morales y las apariencias de la sociedad de su tiempo; una mujer capaz de matar, incendiar y traicionar, pero también de sacrificarse por amor. Vic Echegoyen nos presenta, pues, un relato histórico de aventuras en el que se entrecruzan el romance, la intriga y la pasión, además de documentado, y nos regala una novela de un nivel épico pocas veces alcanzado.

Vic Echegoyen nació Madrid en 1969, aunque proviene de una familia hispano-húngara de escritores (entre ellos Sándor Márai e Imre Madách), cineastas, músicos y pintores. Estudió Periodismo y comenzó su vida laboral en la agencia EFE, pero luego decidió ser lingüista de profesión (es traductora e intérprete en organizaciones internacionales, y domina el alemán, húngaro, francés, inglés, ruso e italiano) y escritora y pintora por vocación. Vive a caballo entre Hungría, Viena y Bruselas y entre sus escritores preferidos están Pío Baroja, László Passuth o Patrick O'Brian. Es coautora del Diccionario de regionalismos de la lengua española y le apasiona escribir relatos ambientados en la Edad Media, el Barroco y la Ilustración. El lirio de fuego (Ediciones B, 2016), su primera novela, resultó finalista del IV Premio de Novela Fernando Lara.

Capítulo II

CHIRIPA

Julia d’Aubigny

Versalles (1681-1684)

–Niña, ¿qué es ese agujero en los calzones? Ya, ya, no mientas: has vuelto a trepar a un árbol –gruñó la vecina, clavándome en la puerta con el dedo. ¡En fragante, que diría papá!–. Quítatelos. Siéntate ahí y ponte a remendarlos, o se lo cuento a tu padre. Y luego me amasas eso, me cuelgas la colada fuera y me sacas más cubos del pozo: hoy me duelen las manos.

–Señora, os amaso el pan y todo lo que os apetezca, pero no me deis una aguja, como no queráis que me mate con ella –respondí, frotándome las posaderas donde me había caído de la rama haciéndome el roto. ¿Qué culpa tenía yo si prefería las nueces cogidas de los árboles del rey al caldo sin sustancia que ella llamaba sopa?

–¡Calla, víbora, carne de hospicio! Anda, dame ese roto. ¡Habrase visto!

La vecina, que me vigilaba desde que yo regresaba de la escuela hasta que volvía mi padre, abusaba con descaro de las instrucciones de mi progenitor en caso de desobediencia, «somanta si se tercia, y si no también, para criarla como Dios manda», y me hacía faenar de lo lindo en su casa. Pero yo prefería sacar agua o barrer a hacer ejercicios de álgebra.

Al cabo de varias semanas de escaramuzas y encontronazos, que si yo le había quemado el guiso, que si ella me escondía las botas para que no me escabullera, habíamos llegado a un entendimiento: le ayudaba en las tareas que más le pesaban, y a cambio no me atosigaba con monsergas sobre damiselas ni encajes de bolillo.

Eso sí, no dejaba de vigilarme, y no se dejaba engatusar por mis zalamerías tan fácilmente como mi padre. Si me pescaba haciendo trastadas, ninguna marrullería ni promesa de enmienda me evitaban la tunda que papá nunca tenía corazón para propinarme.

Había dos cosas en las que seguíamos en pie de guerra. Mis aficiones la tenían en vilo, aunque yo le jurara por santa Genoveva que no corría peligro de perder mi virginidad cabalgando a horcajadas y saltando sobre los setos del parque: después de todo, veía a diario hacer otro tanto a las dos amantes del rey, aun estando encintas.

Pero eran los libros que papá escamoteaba para mí de la biblioteca de su amo, el conde de Armagnac, lo que más escamaba a mi guardiana. Mi padre se guiaba por la fama o el rango del autor, sin comprobar el contenido, y así, sin advertirlo, seleccionaba obras para educarme que habrían hecho sonrojarse a la regenta de un burdel.

–¿Qué estás leyendo? –rezongaba la vecina al oírme reír entre dientes, husmeando el aire como si el libro oliera a azufre. ElHeptamerón de la reina Margarita de Navarra, contestaba yo con aire de sorpresa–. ¿Una reina? ¿Y de qué trata, que te ríes todo el rato?

–Son... relatos sobre las Escrituras –respondía yo con cautela, pero el pescozón no se hacía esperar:

–¡Nadie se ríe de las Escrituras, señorita, a menos que esté mal de la cabeza! Sigue, sigue con la reina, a ver si te enseña algo, en vez de las memeces que aprendes de los pajes.

Por suerte para mí, ella no sabía leer, o el libro que estaba devorando habría terminado en la estufa en un santiamén. Rezaba:«... Entonces, su hijo se metió en la c