II
Península de Artaki, marzo de 1304
Se suponía que fondear en Constantinopla sería un acto solemne: la flota catalana rodeada de muchos otros barcos que nos saludarían con respeto, admiración y agradecimiento anticipado por lo que pronto haríamos por ella y, en general, por el Imperio romano de Oriente, pero no hubo nada de todo eso. No me atrevo a decir que se nos recibiera con desdén, aunque tampoco que fuera un hecho inusitado, cuando menos para los habitantes de la ciudad. La clave, quizá, fuera ésa: Constantinopla era tan grande, y tan abrumador el paraje donde se asentaba, que nuestra flota, por mucho que me hubiera parecido imponente, tanto en Mesina como en Malvasía, tras adentrarnos en el Cuerno de Oro para ganar los pantalanes de atraque no pasaría de ser una de tantas.
Entre las naves fondeadas aquel día de finales de septiembre, tanto en el puerto mismo como ya dentro del Bósforo, perdí la cuenta de los mástiles al poco de intentar contarlos. Habría no menos de doscientos, si no el doble o incluso el triple. Constantinopla, y eso era lo que sucedía de verdad, no tenía nada que ver con la pueblerina Palermo, ni con la provinciana Barcelona. Muntaner me dijo, anticipándose a mi sorpresa, que nos hallaríamos frente a la capital de Oriente, la Roma del Este, aunque no la sucia, caótica y arruinada de nuestros días, sino la de los grandes momentos de la Historia. Constantinopla era desde hacía siglos la capital de un gran imperio, lo que se manifestaba en prácticamente todo. Claro que, me decía yo con desapasionamiento de payés, o de nieto de payeses, tan grande no podía ser si acababa recurriendo a una horda de facinerosos patibularios como al fin y al cabo éramos los almogávares. O los catalanes, y esto lo añadía por mi cuenta, intentando asentar en mi memoria lo que De Flor nos predicó poco antes de zarpar de Mesina, que a partir de aquel momento ya no éramos unapenya de aventureros que se hacían a la mar para ver qué podrían saquear por esos mundos de Dios. A partir de aquel día éramos la Gran Companyia Catalana d’Orient, y como tal debíamos vernos a nosotros mismos, formando parte de algo grande, pero grande de verdad. Algo que, ni lo dudaba él ni quería que lo dudáramos nosotros, no tardaría en asombrar el mundo entero. Si algo estaba claro era que Roger de Flor sabía no sólo pensar a lo grande, sino galvanizar a la gente a sus órdenes, y esto era lo que había terminado por ocurrir sin habernos dado cuenta de que ocurría: por primera vez en nuestra historia larga ya de siglo y pico, los almogávares teníamos un jefe que nos aglutinaba. Un guía, un director o, como decía De Flor cuando le asaltaba uno de sus no infrecuentes ramalazos prusianos –se había vuelto tan catalán como nosotros, aunque no del todo–, unführer.6
La fuerza total que desembarcó en Constantinopla durante aquel día y parte del siguiente la formaban mil quinientos caballeros y jinetes almogávares; unas dos mil bestias –muchos de los primeros poseían dos o más monturas; yo no, por supuesto, pues era un caballero muy pobre, pero Muntaner, sin ir más lejos, disponía de seis–; unos cuatro mil quinientos almogávares –se nos habían unido no pocos de los que años antes Galceran de Cartellà y Blasc d’Alagó se trajeron de Valencia–; cerca de mil tripulantes de la flota –entre remeros y ballesteros; estos últimos, además, eran los encargados de trepar por los encordados y las jarcias para luego desplegar las velas; los galeotes, que si bien no los había en las galeras de combate sí eran numerosos en los leños y en las taridas,7 se quedaban a bordo, debidamente vigilados por los encargados de hacerl