CAPÍTULO 3
DE ESPERANZAS Y DESAZONES
Lope desfogaba en la cama los malos humores que las letras le provocaban, y él conocía que eso era bien sabido en Madrid y mejor conocido si cabía en Toledo, porque no había forma de ocultar a Micaela de Luján. La que fuera actriz famosa en el Mesón de la Fruta seguía conservando su figura voluptuosa, su genio vivo, su lengua afilada e ingeniosa y su larga y preciosa melena de rizos dorados que, como única vestimenta, adornaba su desnudez, una desnudez memorable. Que aquella hembra fuera capaz de conservar su lozanía después de ocho embarazos era un milagro; que pudiera gemir así, arqueándose sobre él como un súcubo no saciado buscando el goce prohibido, era casi un sacrilegio. Y Lope, inflamado por esa misma ansia, pecaba una y otra vez en cada ocasión que introducía la llave en aquella cerradura. Era pisar el umbral de aquella casa, que había alquilado a Gaspar de Vargas en el barrio de San Justo por sesenta y ocho ducados, y sentirse como un Judas que pagaba treinta monedas de plata. Era escuchar al joven Juan de cuatro años, y al pequeño Félix de dos, y la diminuta Marcela, de apenas un mes de vida, y sentir que rejuvenecía, que sus cuarenta y tres años se quedaban en la mitad y que en aquella vivienda había vida vibrante, y no como en su casa marital, donde la enfermedad y la tristeza convertían el hogar santificado con el sacramento del matrimonio en una mortaja, en una noche de difuntos que no parecía acabar nunca.
Nunca, nunca, debía haberse casado con Juana de Guardo.
Había sido un acto de desesperación. Y nunca la desesperación ni el hambre eran buenas consejeras. La tarde anterior a su matrimonio por la santa Iglesia católica, imperial y apostólica había conocido a Micaela de Luján, y de eso hacía siete años. Y no había podido separarse de ella. Que lo criticaran cuanto quisieran, que lo tacharan de adúltero, de sinvergüenza, de amoral... ¡Qué envidias despertaba Micaela! Y qué luto arrastraba junto a Juana, entre su enfermiza constitución y la muerte, una y otra vez, de su descendencia, muertes que despertaban ecos culpables en su conciencia sobre su primera mujer, Isabel de Urbina, y sus dos hijas, en tumbas frías en Alba de Tormes. ¿Era ésa la penitencia que el buen Dios le imponía por castigo? Tanta hembra requebrada, seducida, convencida y desflorada; tanta promesa jurada e incumplida, tanta joven abandonada, tanta doncella desvirgada, embarazada y olvidada. Él ya había perdido la cuenta. Dios seguro que no, pero ¿no era también un dios que admitía el perdón? A fuerza de amar, Dios debía perdonarlo, y cada vez que se unía a Micaela era como penetrar en espacio sagrado, y en él oraba con fervorosa pasión, como santo devoto que era de su sexo, de sus pechos, de sus manos, de sus labios, sus ojos y su sonrisa.
–Mi amor, amor mío, mío y de nadie más... –Con un gemido profundo, Micaela se liberó de su ansia durante segundos interminables que él compartió con un jadeo súbito, y luego ella, vencida, se derrumbó como una sirena desvanecida, cubriéndolos a ambos con su cabellera dorada–. Oh, Lope, ¡Lope, el grande! ¡El ingenioso, el valiente, el orgulloso! El conquistador... –Le pasó los dedos por el pelo, le acarició el rostro bien afeitado, le entreabrió los labios antes de besárselos–. No. No pienses más en esos que te afrentan, no piensen en nada más que en mí.
–Y en mi teatro.
Las risas de Micaela sanaban heridas del alma.
–¡Y en tu teatro! Cómo sacarás tanta letra de esta cabeza, qué gran misterio es ése. Por todos los santos y la virgen que lo es.
Lo abrazó para no soltarlo en lo que quedaba de noche.
Pero Lope no podía dormir. Ni siquiera el cansancio del amor era suficiente aquella noche para reten