CAPÍTULO 2
LA MALDICIÓN DE LOS REYES
CASTILLO DE PEÑAFIEL (VALLADOLID), MAYO DE 1295
–Ahora, declinad conmigo: «Neque porro quisquam est qui dolorem ipsum quia dolor sit amet, consectetur, adipisci velit1...».
–Oh por Dios, calla, consejero –le cortó el joven Juan Manuel, soltando la pluma con desgana sobre el pliego a medio completar. Empujó la mesa, arrastrando la silla, y se puso en pie–. No apuremos hoy sábado el repaso de las lecciones. ¡Qué día, qué sol entra por la ventana! Y me tienes aquí encerrado cuando afuera mis amigos se solazan con perros y halcones. ¡Basta, ten piedad! Hoy no puedo pensar con claridad.
El judío detuvo su deambular por la cámara y dormitorio. Dos braseros de ascuas caldeaban la fría estancia de gruesos muros de piedra. Un armario abierto mostraba su interior lleno de manuscritos y copias atesoradas sobre anaqueles. La mayoría era herencia del difunto padre del noble. Entre ellas algunas habían pertenecido a su abuelo. Zag pensó cómo contestar para calmar a su díscolo alumno.
–Señor, no debe daros pereza el latín. Quizás deberíais liberaros de esa pesadumbre que parece distraeros. ¿Puedo preguntar de qué se trata?
El joven miraba por la ventana geminada que revelaba más allá de las murallas la amplia llanura de cereal sembrado dominada por Peñafiel. Evocaba recuerdos, y un enigma.
* * *
Después de conocer al rey el último otoño, don Sancho había aparecido de improviso en Peñafiel con toda su escolta, en el solsticio de invierno. El regio huésped había sido tratado con deferencia. El propio Zag había dedicado lo mejor de su ciencia al monarca, quien había perdido peso y color del rostro. Disfrutó del calor de la lumbre y de su conversación. Tal talante de cordialidad le pareció inusitado después de su primer encuentro. Cuando el rey explicó que viajaba al sur hacia Toledo en busca de buenas aguas y mejor clima, Juan Manuel miró a su médico, quien no ocultó la verdad a sus ojos. El rey Sancho se moría. Pero, satisfecho con todo, palmeó con fuerza la espalda del joven primo.
–Te daré dinero para reforzar las murallas de tu castillo y, además, estoy en buena relación con el rey de Mallorca. Te propongo que te desposes con su hija Isabel, aunque aún sea niña. ¿Ves qué generoso soy? Quiero que aceptes –le había dicho.
–Recuerdo aquellas veladas con sentimientos enfrentados, Zag. Me sentí honrado de su visita y disfrutamos a caballo y con los halcones, pero hay algo que no me desveló. Y no me refiero a sus anécdotas sobre mi padre Manuel o mi abuelo Fernando, o de mi tío Enrique en Tierra Santa.
–¿Qué es, señor?
–No entiendo por qué vino a verme, a mí. Mi abuelo tuvo diez hijos y mi padre fue el último de los varones. ¿Por qué entonces llegarse a Peñafiel, si el tiempo se le acaba? ¿No querría arreglar sus asuntos con sus hermanos, con los infantes de la Cerda y con otros nobles antes que conmigo?
–Ya os lo conté, don Juan Manuel. Mi hermano Abraham me reveló que vuestra franqueza impresionó al rey. Ahora ha nombrado heredero a su hijo, el joven infante Fernando, que no llega a diez años de edad. El rey neces