: Blas Malo
: El guadián de las palabras Don Juan Manuel, señor de Peñafiel
: Edhasa
: 9788435047647
: 1
: CHF 9.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 624
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Murcia, 1303. Tras la muerte del rey Sancho IV, el reino de Castilla tiembla al borde de la guerra civil. La reina viuda María de Molina y su hijo Fernando se aferran a la corona, zarandeados por la codicia de los nobles. Y, de todos ellos, es don Juan, hijo del infante Manuel, adelantado de Murcia y señor de Peñafiel, quien más extiende sus intrigas y su ambición, alentado por su linaje bendecido, por su espada santa Lobera y por la defensa de su honra y de sus palabras soberbias. A su vez, mientras los halcones de los cetreros vuelan libres y alto en las vallisoletanas tierras de Peñafiel, un fraile es arrancado de su convento y lucha en cuerpo y espíritu por sobrevivir a la angustia, encadenado a la escritura al servicio de su nuevo señor. Sólo maese Zag, sabio tesorero judío de don Juan, ve en él al hombre perfecto que dará gloria eterna al díscolo nieto del rey Santo. Pero contra el Ángel Negro de la Muerte que asola el reino, que abate por igual a campesinos y villanos, a frailes y legos, a nobles y damas, a clérigos y reyes, y que quebranta una y otra vez las ansias de inmortalidad de don Juan y de fray Rodrigo, hay un único poder que pueda oponérsele: el amor de otro Ángel.

Blas Carlos Malo Poyatos (Alcázar de San Juan, Ciudad Real, 1977), de raíces jienenses y granadino de adopción, es ingeniero de caminos y un apasionado de la historia, sobre todo del Imperio bizantino y la Edad Media, a los que ha dedicado conferencias, presentaciones, artículos, jornadas y rutas literarias. Ha participado en actividades de recreacionismo histórico y fue director de las Jornadas de Novela Histórica de Granada. El Veneciano es su quinta novela publicada y en el 2020 publica la Don Juan Manuel. El guardián de las palabras.

CAPÍTULO 2

LA MALDICIÓN DE LOS REYES

CASTILLO DE PEÑAFIEL (VALLADOLID), MAYO DE 1295

–Ahora, declinad conmigo: «Neque porro quisquam est qui dolorem ipsum quia dolor sit amet, consectetur, adipisci velit1...».

–Oh por Dios, calla, consejero –le cortó el joven Juan Manuel, soltando la pluma con desgana sobre el pliego a medio completar. Empujó la mesa, arrastrando la silla, y se puso en pie–. No apuremos hoy sábado el repaso de las lecciones. ¡Qué día, qué sol entra por la ventana! Y me tienes aquí encerrado cuando afuera mis amigos se solazan con perros y halcones. ¡Basta, ten piedad! Hoy no puedo pensar con claridad.

El judío detuvo su deambular por la cámara y dormitorio. Dos braseros de ascuas caldeaban la fría estancia de gruesos muros de piedra. Un armario abierto mostraba su interior lleno de manuscritos y copias atesoradas sobre anaqueles. La mayoría era herencia del difunto padre del noble. Entre ellas algunas habían pertenecido a su abuelo. Zag pensó cómo contestar para calmar a su díscolo alumno.

–Señor, no debe daros pereza el latín. Quizás deberíais liberaros de esa pesadumbre que parece distraeros. ¿Puedo preguntar de qué se trata?

El joven miraba por la ventana geminada que revelaba más allá de las murallas la amplia llanura de cereal sembrado dominada por Peñafiel. Evocaba recuerdos, y un enigma.

* * *

Después de conocer al rey el último otoño, don Sancho había aparecido de improviso en Peñafiel con toda su escolta, en el solsticio de invierno. El regio huésped había sido tratado con deferencia. El propio Zag había dedicado lo mejor de su ciencia al monarca, quien había perdido peso y color del rostro. Disfrutó del calor de la lumbre y de su conversación. Tal talante de cordialidad le pareció inusitado después de su primer encuentro. Cuando el rey explicó que viajaba al sur hacia Toledo en busca de buenas aguas y mejor clima, Juan Manuel miró a su médico, quien no ocultó la verdad a sus ojos. El rey Sancho se moría. Pero, satisfecho con todo, palmeó con fuerza la espalda del joven primo.

–Te daré dinero para reforzar las murallas de tu castillo y, además, estoy en buena relación con el rey de Mallorca. Te propongo que te desposes con su hija Isabel, aunque aún sea niña. ¿Ves qué generoso soy? Quiero que aceptes –le había dicho.

–Recuerdo aquellas veladas con sentimientos enfrentados, Zag. Me sentí honrado de su visita y disfrutamos a caballo y con los halcones, pero hay algo que no me desveló. Y no me refiero a sus anécdotas sobre mi padre Manuel o mi abuelo Fernando, o de mi tío Enrique en Tierra Santa.

–¿Qué es, señor?

–No entiendo por qué vino a verme, a mí. Mi abuelo tuvo diez hijos y mi padre fue el último de los varones. ¿Por qué entonces llegarse a Peñafiel, si el tiempo se le acaba? ¿No querría arreglar sus asuntos con sus hermanos, con los infantes de la Cerda y con otros nobles antes que conmigo?

–Ya os lo conté, don Juan Manuel. Mi hermano Abraham me reveló que vuestra franqueza impresionó al rey. Ahora ha nombrado heredero a su hijo, el joven infante Fernando, que no llega a diez años de edad. El rey neces