CAPÍTULO I
-¿Cuánto falta para llegar al campamento? -preguntó el griego al tiempo que echaba un vistazo por encima del hombro una vez más-. ¿Llegaremos antes de que oscurezca?
El decurión al mando de la pequeña escolta de caballería escupió una pepita de manzana y engulló la ácida pulpa antes de responder.
-Lo conseguiremos. No se preocupe, señor. Calculo que nos quedan unos ocho o diez kilómetros como mucho.
-¿No podemos ir más deprisa?
El hombre seguía mirando por encima del hombro y el decurión no pudo resistir más la tentación de echar a su vez un vistazo al camino. Pero no había nada que ver. La ruta estaba despejada hasta una ensilladura enclavada entre dos colinas cubiertas de espesos bosques que titilaban con el calor. Eran las únicas personas que había en el camino, y así había sido desde que dejaron a mediodía el puesto fortificado de avanzada. Desde entonces, el decurión, los diez soldados de caballería de la escolta que comandaba y el griego con sus dos guardaespaldas habían seguido el camino hacia el enorme campamento avanzado del general Plautio. Allí se habían concentrado tres legiones y una docena de unidades auxiliares para asestarle un último y decisivo golpe a Carataco y a su ejército de britanos reclu-tado entre el puñado de tribus que todavía estaban abiertamente en guerra con Roma.
Suscitaba una gran curiosidad en el decurión el tipo de asuntos que tendría que tratar el griego con el general. Con la primera luz del día el prefecto de la cohorte de caballería de los tungrios le había ordenado que hiciera entrar en acción a los mejores hombres de su escuadrón y que escoltara a aquel griego y lo llevara ante la presencia del general. Hizo lo que le pidieron y no preguntó. Pero ahora, mientras miraba al griego de reojo, sentía curiosidad.
El hombre rezumaba dinero y refinamiento, aunque fuera vestido con una sencilla capa y una modesta túnica roja. El decurión se fijó con disgusto en que llevaba las uñas muy bien arregladas, y tanto de su cabello oscuro, que empezaba a ralear, como de su barba, emanaba el aroma de una cara pomada de cidra. No llevaba joyas en las manos, pero unas pálidas franjas de piel blanca mostraban que el griego estaba acostumbrado a lucir una gran variedad de anillos ostentosos. El decurión torció levemente el gesto y catalogó a aquel hombre como uno de esos griegos libertos que con astucia se habían abierto camino hasta el corazón de la burocracia imperial. El hecho de que el hombre estuviera entonces en Britania y de que intentara no llamar la atención, cosa que era obvia, significaba que estaba realizando una importante misión, tan delicada que no se podía confiar en el servicio imperial de mensajería para que realizara la entrega de la misiva al general.
El decurión, de forma discreta, dirigió la mirada hacia los dos guardaespaldas que cabalgaban inmediatamente detrás del griego. Iban vestidos con la misma sencillez y bajo sus capas llevaban unas espadas cortas que pendían de un tahalí modelo del ejército. Aquéllos no eran los ex gladiadores que la mayoría de hombres adinerados de Roma preferían emplear como guardaespaldas. Las espadas y su porte los delataban y el decurión los reconoció por lo que eran: miembros de la Guardia Pretoriana que trataban, sin conseguirlo, viajar de incógnito. Y eran la prueba definitiva de que el griego estaba allí por asuntos relativos al Imperio.
El funcionario de palacio miró hacia atrás una vez más.
-¿Hemos perdido a alguien? -preguntó el decurión.
El griego volvió la cabeza, borró la expresión preocupada de su rostro y sus labios esbozaron una sonrisa forzada.
-Sí, al menos eso espero.
-¿Alguien sobre quien se me debería advertir