CAPÍTULO I
Octubre, 52 d.C.
–¿En qué piensas? –preguntó el prefecto Cato, mientras miraba hacia abajo del promontorio, hacia el asentamiento fortificado que se extendía al fondo del valle. Aunque no parecía tan formidable como los enormes castrum de las colinas que había visto en las tierras del sur de Britania, los hombres de la tribu de los deceanglos habían sabido erigir muy bien sus defensas. El asentamiento estaba construido sobre un terreno elevado, junto al río que discurría veloz por el valle. Una ancha zanja rodeaba un terraplén cubierto de hierba coronado por una recia empalizada. A cada extremo del asentamiento se abría una puerta fortificada, donde los centinelas hacían guardia vigilando el valle en todas direcciones. Cato estimaba que debía de haber varios centenares de chozas redondas dentro de las defensas. Allí se encontraban también muchos animales en rediles, junto con lo que parecía un grupito de toldos, cubiertas de los silos de grano con paredes de piedra que usaban los nativos.
Echado junto al joven oficial se encontraba el centurión Macro, con la cara arrugada y contraída y los ojos guiñados por el sol que a media tarde inundaba el valle, confiriendo un brillo bruñido a los campos en rastrojo y las ramas de los pinos, de un verde oscuro, que cubrían las laderas a cada lado del asentamiento. Ambos hombres se habían quitado los cascos y se los habían dejado a la pequeña patrulla que esperaba al otro lado del promontorio; los mismos hombres que habían informado de una actividad poco habitual en el pueblo el día anterior. Vestidos con mantos de un color pardo oscuro y poco llamativo, se habían aproximado cautelosamente hasta un punto en el que tenían buena panorámica entre los árboles atrofiados quee cubrían la colina. Cato y Macro evitaban ser vistos por el enemigo, y al mismo tiempo habían conseguido contemplar los preparativos de los guerreros deceanglos.
Macro, veterano muy curtido, frunció brevemente los labios.
–A mí la cosa me parece bastante clara. Han reunido hombres de los pueblos de la periferia. ¿Ves esa multitud que se apiña junto a los caballos? Justo al lado del montón de lanzas y escudos. Por diez denarios consigues uno; no es una partida de caza, precisamente. –Hizo una pausa, mientras estimaba rápidamente la fuerza del enemigo–. No serán más de quinientos o seiscientos. No suponen un peligro inmediato para nosotros.
Cato asintió. Era verdad. El asentamiento al que los habían enviado, a diez millas hacia el este, estaba bien situado y guarnecido por las dos unidades que tenía bajo su mando: la cohorte de legionarios de Macro, procedente de la Decimocuarta, y su propia cohorte auxiliar montada, pero sólo en parte. Los Cuervos Sangrientos, como se les conocía debido al diseño de su estandarte, en tiempos habían sido una unidad de caballería. Sin embargo, las recientes campañas en las montañas del occidente de la provincia habían causado la pérdida de la mayoría de los caballos del ejército. El depósito de instrucción en Lunto había trabajado mucho para conseguir repuestos, pero todavía eran demasiado escasos para satisfacer las necesidades del ejército. Como resultado, la mitad de los hombres de la cohorte de Cato ahora servían como infantería y la unidad había sido enviada, junto con los hombres de Macro, a uno de los puestos de avanzada encargados de proteger la frontera de la nueva provincia del emperador Claudio. Un nuevo grupo de reclutas había reforzado las filas de ambas unidades, equiparando sus fuerzas casi al mismo nivel con el que habían empezado la campaña contra las tribus de la montaña. Con más de cuatrocientos legionarios, junto con la misma cantidad de tropas auxiliares,