Capítulo 4
Londres, 2 de septiembre de 1939, 11:30 horas
Toda la mañana automóviles de lujo, con cromados impolutos y figurillas plateadas en el morro, con maleteros atestados y equipaje atado en las bacas, hicieron rugir sus motores por la ciudad. Las familias acaudaladas abandonaban Londres para refugiarse en sus confortables residencias campestres, a salvo de las bombas alemanas. Los neumáticos rodaban por el asfalto y luego por los caminos de tierra hasta detenerse en la gravilla de entrada de las antiguas casas de ladrillo visto y chimeneas. El servicio doméstico, atareado en el frenesí de desmantelar las viviendas, soportaba en silencio las órdenes de las señoras aquejadas de jaqueca; las criadas cubrían el mobiliario con sábanas, como si unos fantasmas se hospedaran en las casas que se quedaban vacías, y embalaban ropa, vajillas de porcelana y cubertería de plata, sin olvidar sus cofias, guantes y delantales blancos para servir las cenas como era debido en salones adornados con trofeos de caza y un aire teñido de la luz verde de la campiña.
Un Rolls Royce con maletas Louis Vuitton atadas con pulpos pasó veloz por Baker Street. El sol de mediodía sacaba destellos a la estatuilla femenina alada del capó del cochazo, y Jimmy y Thomas, apoyados en los barrotes de la verja del jardín, se quedaron mirándolo.
–Otros que se largan. Gallinas.
Jimmy asintió y suspiró. Aunque ya no lloraba, la tristeza por el fatal destino de su perro lo anegaba. La sensación de pérdida era descarnada. Le había contado a su amigo lo que había pasado con Duncan. Se lamentó de no haber podido despedirse siquiera de su perro y, enfadado con su padre, ardía de impotencia y desesperación. La frialdad y desapego mostrados por su padre echaban sal en la herida del corazón de Jimmy, que se reconcomía, angustiado.
–Míralos, parecen osos hormigueros –Thomas señaló con el dedo hacia la calle.
Varias personas caminaban deprisa con las máscaras antigás puestas, en previsión por si los alemanes lanzaban gas mostaza, alarmadas por los insistentes rumores que hablaban de que, en cualquier momento, las nubes tóxicas se mezclarían con la niebla del Támesis.
–¿Por qué lo llaman «dormir»? Es más fácil llamarlo por su nombre: «matar» –dijo de repente Jimmy.
–«Dormir» es una palabra menos dura, supongo. El sueño eterno. ¿No dicen eso? –Thomas hizo una pausa, arrugó el entrecejo y preguntó con curiosidad–: ¿Cómo debe ser morirse?
Jimmy, agarrado como un presidiario a los barrotes de hierro de la verja, meditó antes de responder:
–Dormir sin soñar y sin despertarse nunca.
–¡Vaya!
–Cerrar los ojos, que se haga de noche en tu mente, no sentir nada y no volverlos a abrir –soltó de corrido.
–Da miedo imaginarlo.
Los rosales, cuidados con primor por el padre de Thomas, exhalaban un aroma aterciopelado. En un rincón permanecía tumbada una abollada regadera de cinc. Las mariposas revoloteaban sobre los parterres y una bandada de pájaros sobrevoló la calle. Del cielo caían ocasionales pavesas, como copos de nieve quemados. Una rara nieve de luto. Entonces, un traqueteo de cadenas precedió a un Bren Carrier con ametralladora que pasó por la calle. Los dos amigos contemplaron con curiosidad aquella pequeña tanqueta para adultos que jugaban a la guerra.
–¿Cuántos años tiene Duncan? Tres, ¿no?
–Cuatro.
–Esta mañana me han despertado los disparos. Tenía abierta la ventana de mi habitación y se oían por toda la calle. Parecían petardos.
Thomas extrajo del bolsillo del pantalón un folleto verde en el que aparecía dibujada una sencilla pistola. Ambos lo conocían de sobra. Durante los meses de julio y agosto el gobierno se había encargado de distribuir millones de panfletos en los que, desde el Comité Nacional de Precaución de Animales en los Ataques Aéreos, aconsejaba trasladar las mascotas al campo o dejarlas al cuidado de familiares que viviesen allí en cuanto estallase la guerra, y si no era posible, recomendaba deshacerse de ellas. Eliminarlas. Matarlas. Los carteros buzonearon la ciudad con los folletos, en la prensa se insertó propaganda gubernamental que instaba al «regalo del sueño», y la BBC incluyó cuñas publicitarias en las que locutoras de dulce y modulada voz aconsejaban «dormir» a perros y gatos antes de que silbasen las bombas. Había sido el verano de los eufemismos, de preparación para una muerte indolora.
–Los vecinos compraron una pistolita de ésas. La v