CAPÍTULO II
–Bestia ha muerto.
Cato levantó la vista de sus papeles cuando el centurión Macro entró en la tienda. El aguacero de verano que caía ruidosamente sobre la lona había ahogado el anuncio de Macro.
–¿Señor?
–He dicho que Bestia ha muerto –gritó Macro–. Murió esta tarde.
Cato asintió con la cabeza. La noticia ya se esperaba. Al antiguo centurión jefe le habían partido la cara hasta el hueso. Los cirujanos de la legión habían hecho lo que habían podido para hacer que sus últimos días fueran lo más agradables posible, pero la pérdida de sangre, la mandíbula destrozada y la subsiguiente infección habían hecho su muerte inevitable. El primer impulso de Cato fue alegrarse de la noticia. Bestia le había amargado la vida durante los meses de instrucción. En realidad, el centurión jefe pareció disfrutar muchísimo metiéndose con él y, como respuesta, Cato llegó a albergar hacia él un odio que le consumía.
Macro desabrochó el broche de su capa mojada y la echó encima del respaldo de un taburete de campaña que arrimó al brasero. El vapor que desprendían las diversas prendas puestas a secar en otros taburetes se elevaba en volutas de color naranja y se sumaba a la bochornosa atmósfera de la tienda. Si la lluvia que caía allí fuera era el mejor tiempo que el verano britano podía ofrecer, Macro se preguntó si valía la pena luchar por la isla. Los exiliados britanos que acompañaban a las legiones afirmaban que la isla poseía inmensos recursos de metales preciosos y ricas tierras agrícolas. Macro se encogió de hombros. Pudiera ser que los exiliados dijeran la verdad, pero tenían sus propias razones para desear que Roma triunfara sobre su propia gente. La mayoría había perdido tierras y títulos a manos de los catuvelanios y esperaba recuperar ambas cosas como recompensa por ayudar a Roma.
–Me pregunto quién obtendrá el puesto de Bestia –dijo Macro–. Será interesante ver a quién elige Vespasiano.
–¿Hay alguna posibilidad de que sea usted, señor?
–¡Me parece que no, muchacho! –gruñó Macro. Su joven optio hacía poco tiempo que era miembro de la segunda legión y no conocía bien los procedimientos de ascenso del ejército–. Estoy fuera de combate en lo que a ese trabajo se refiere. Vespasiano tiene que elegir entre los centuriones de la primera cohorte que aún están vivos. Son los mejores oficiales de la legión. Debes tener varios años de excelente servicio a tus espaldas antes de que te tomen en consideración para un ascenso a la primera cohorte. Yo todavía voy a estar un tiempo al mando de la sexta centuria de la cuarta cohorte, creo. Apuesto a que esta noche hay algunos hombres muy ansiosos en el comedor de la primera cohorte. Uno no tiene la oportunidad de convertirte en centurión jefe cada día.
–¿No estarán apenados, señor? Quiero decir, Bestia era uno de los suyos.
–Supongo que sí. –Macro se encogió de hombros–. Pero son las vicisitudes de la guerra. A cualquiera de nosotros podía haberle tocado cruzar la laguna Estigia. Pero resultó ser el turno de Bestia. De todos modos, él ya había vivido lo que le tocaba en este mundo. Dentro de dos años no hubiera hecho otra cosa que volverse loco poco a poco en alguna aburrida colonia de veteranos. Mejor él que alguien que tenga algo que esperar como la mayoría de los demás pobres diablos que la han palmado hasta el