CAPÍTULO PRIMERO
EL ESCLAVO
Kefisia, Ática; 432 a.C.
El esclavo preferido de mi padre había sido asesinado. Le mataron en lo más profundo de un bosque cercano a nuestra casa. Estaba solo e indefenso, y una terrible tormenta azotaba la noche. La mañana siguiente a su desaparición, el resto de sus esclavos comenzaron un fatigoso y concienzudo rastreo en busca de alguna pista que ayudara a esclarecer lo ocurrido. Después de dedicar cuatro días a batir los caminos, las granjas y los bosques circundantes, cuando se daba por seguro que aquel extenuante esfuerzo iba a resultar improductivo, uno de los rastreadores averiguó el lugar donde se había perpetrado el crimen al descubrir unas muescas y diversas señales marcadas al pie de una vieja encina. Sin embargo, el cadáver del esclavo continuaba sin aparecer.
Mis padres, mi hermana y yo vivíamos en una magnífica hacienda situada en el demo de Kefisia, a unos cien estadios al norte de Atenas. La vida de mi familia había transcurrido hasta entonces armónicamente, en consonancia con la paz que se respiraba en nuestra querida ciudad y con la estabilidad que los atenienses habíamos disfrutado durante un largo y fructífero período.
El esclavo asesinado era un joven llamado Neleo, y desde la noche de aquel crimen nuestras vidas cambiarían radicalmente.
* * *
Isómaco, mi padre, era alto y robusto, y su afición por el manejo de la espada y la gimnasia confería a su cuerpo una fuerza y elasticidad admirables. Su barba, perfectamente recortada y moteada por unas incipientes canas, cercaba su cara alargada, su nariz aguileña y sus ojos de color negro azabache. Todos los días de mi vida le he tenido presente. Cada vez que le recuerdo, la imagen que ilumina mi mente es la de un hombre equilibrado, sereno y dotado de un gran sentido del humor. A pesar de que las circunstancias que debió afrontar en la última etapa de su vida no le permitieron gozar de ella en su plenitud, mi padre nunca perdió ni un ápice de su entereza y de su dignidad.
Había adquirido a Neleo la primavera anterior, medio año antes de que éste muriera asesinado. Recuerdo perfectamente la tarde en que el esclavo llegó a la hacienda por primera vez, caminando cansinamente junto a la grupa del caballo de mi padre. Divisé a lo lejos las figuras de ambos y salí corriendo por el caminal que conducía hasta la casa para recibirles. Mi padre estaba visiblemente satisfecho, pues había encontrado exactamente aquello que había ido a buscar. Durante el trayecto desde la ciudad mantuvo una breve pero grata conversación con el nuevo esclavo, tras la cual reforzó la buena impresión que éste le había causado cuando estaba expuesto en el mercado.
Yo era el primogénito de Isómaco y su único hijo varón, y todos me llamaban Ión. Había cumplido catorce años el último invierno, y, puesto que podía permitírselo, mi padre quiso para mí un esclavo pedagogo realmente culto que dirigiera mis pasos: constituía para él una cuestión primordial cerciorarse de que yo recibía una educación lo más completa posible.
Mi padre había recibido la noticia de que aquel día arribaría al puerto del Pireo una remesa de esclavos, prisioneros de la reciente batalla que se había librado en la isla de Corcira, de modo que al amanecer partió a caballo hacia Atenas. En realidad, albergaba escasas esperanzas. Llevaba bastante tiempo buscando un educador para mí y consideraba muy improbable que fuera a encontrar algo interesante entre un grupo de esclavos espartanos. Sin embargo, debía agotar todas las posibilidades puesto que mi ayo tenía ya poco que enseñarme. Al mediodía llegó a la plaza en la que se habían instalado los mercaderes, quienes se abalanzaron sobre él para cont