III
Estaba de pie en lo alto de la larga escalera exterior, escudriñando la oscuridad del patio como un centinela; sostenía con la mano derecha un candelabro que arrojaba un frágil círculo de luz a su alrededor. Inmóvil, como en un cuadro vivo. El tono de su voz, cuando pronunció mi nombre por primera vez, me pareció deliberadamente frío e indiferente, acaso copiado de algún extraño estado de ánimo que se había impuesto. O tal vez, incierta de que fuese yo, interrogaba la oscuridad, procurando desenterrarme de ella como algún recuerdo obstinado y perturbador que se hubiese movido de su sitio. Pero la voz familiar fue para mí como la ruptura de un sello. Me pareció que despertaba por fin de un sueño secular, y mientras ascendía con lentitud por los crujientes escalones de madera sentí flotar a mi alrededor el aliento de una nueva fuerza. Cuando me encontraba a mitad de camino volvió a hablar, con voz aguda, con un tono casi conminatorio.
–Oí los caballos y salí apresuradamente. Me derramé el perfume en el vestido. Apesto, Darley.Tendrás que perdonarme.
Me pareció que estaba mucho más delgada.Avanzó un paso, siempre con el candelabro en alto, y después de escrutar con ansiedad mis ojos me dio un pequeño beso frío en la mejilla derecha. Frío como la muerte, seco como un cuero. Entonces percibí el perfume. Emanaba de ella en vaharadas abrumadoras.Algo en la forzada serenidad de su actitud sugería un desasosiego interior, y la idea de que tal vez había estado bebiendo cruzó por mi mente.También me sorprendió advertir que se había pintado dos brillantes parches derouge en las mejillas, cuyos pómulos resaltaban con violencia en la cara demasiado empolvada, de blancura mortal. Si todavía era hermosa, lo era con la belleza pasiva de una momia properciana pintarrajeada para dar una ilusión de vida, o como una fotografía torpemente iluminada.
–No mires mi ojo –dijo entonces con acritud, en tono imperativo; observé que el párpado izquierdo le caía sobre el ojo, y amenazaba convertir su mirada en una expresión lasciva. Pero me impresionó más aún la sonrisa acogedora que intentaba adoptar en aquel momento–. ¿Entiendes? –inquirió.
Yo asentí. Me pregunté si elrouge estaría destinado a distraer la atención de aquel párpado inmóvil.
–Tuve un pequeño ataque –explicó en voz baja, como si hablara consigo misma. En esa actitud, inmóvil, con el candelabro en alto, tuve la sensación de que escuchaba otros ruidos. Le tomé las manos y así permanecimos largo rato, mirándonos a los ojos.
–¿Estoy muy cambiada?
–Absolutamente nada.
–Estoy cambiada, por supuesto.Todos hemos cambiado. –Ahora hablaba con estridente insolencia. Levantó mi mano y la posó en su mejilla. Pero enseguida, sacudiendo la cabeza con perplejidad, me arrastró hasta el balcón, con paso rígido y altivo. Llevaba un oscuro vestido de tafetán que crujía con cada movimiento. La luz de las velas brincaba y danzaba por las paredes. Nos detuvimos frente a una puerta oscura.
–Nessim –llamó. Me sorprendió el tono áspero de su voz, pues era el tono con que se llama a un sirviente.
Después de un momento, Nessim salió del oscuro dormitorio, obediente como undjinn.
–Ha llegado Darley –dijo Justine con el aire de quien entrega un paquete. Dejó el candelabro sobre una mesa baja y se recostó velozmente en una gran mecedora, cubriéndose los ojos con una mano.
Nessim, vestido ahora con un traje de corte más familiar, se acercó moviendo la cabeza, sonriente, con su habitual expresión tierna y solícita. Sin embargo, había algo distinto en aquella expresión; parecía atemorizado. Lanzaba miradas furtivas a todos lados y hacia la figura reclin