Capítulo 2
El Escorial, 6 de mayo de 1588
El fraile de rostro caballuno caminaba por corredores donde los pasos retumbaban bajo las bóvedas de medio cañón. Lo seguían Felipe y Fabián, sorprendidos de que apenas hubiese soldados entre los muros de El Escorial, pues sólo se cruzaban con silenciosos burócratas que llevaban gruesos cartapacios y resmas de papeles. En aquellas habitaciones mal soleadas, los desgarbados escribanos se frotaban los ojos con los dedos manchados de tinta, cansados después de tantas horas leyendo informes procedentes de un imperio donde no se ponía el sol y escribiendo memoriales a la luz de las velas, porque el trabajo continuaba después del ocaso.
De pronto se oyeron unas desconcertantes risotadas que provenían de un pasillo adyacente. Felipe y Fabián dirigieron sus miradas hacia el origen de las hilarantes risas y vieron aparecer de la penumbra a dos bufones y cuatro criados. Los bufoncillos vestían calzas moradas y sombrero de pluma colorada, y debían de hacer chistes muy graciosos porque los sirvientes reían hasta llorar.
–Suenan extrañas esas risas aquí –Felipe señaló al heterogéneo grupo.
–Son cosas de las «sabandijas de palacio». A Su Majestad le agrada rodearse de esa gente –contestó el fraile sin inmutarse, acostumbrado a su presencia.
Conforme dejaban atrás a los chistosos enanos de andares bamboleantes, Fabián intentaba adivinar el sentido de las palabras del monarca y el motivo por el cual el inquisidor general quería verlo. Se trataba de algo malo, de eso estaba seguro. Intentó hacer recuento de alguna falta cometida por la cofradía en los últimos meses, pero no halló nada que le pareciera sancionable por el Santo Oficio, y menos aún que mereciese la atención del mismísimo inquisidor general. ¿Por qué el obispo, la semana anterior, le había encargado a su cofradía, una hermandad de Cartagena, viajar hasta El Escorial? ¿Por qué Su Ilustrísima, cuando los llamó a capítulo en el palacio episcopal de Murcia, se mostró tan misterioso acerca del motivo por el cual la cofradía debía partir de inmediato hacia el monasterio? El cauteloso prelado sólo les dijo que se trataba de una orden expresa del rey y que el asunto estaba relacionado con la Gran Armada aprestada contra los ingleses. ¿Y para qué requería el monarca a una cofradía pasionista cartagenera? Tal vez, pensaba Fabián, el rey había escogido al azar a una de las miles de cofradías penitenciales para dar mayor esplendor a aquella ceremonia litúrgica. Todos esos pensamientos lo asaltaban desde que, días atrás, la cofradía salió de la ciudad portuaria en sus carros, en dirección a la Sierra de Guadarrama.
Sin dejar de cruzarse con funcionarios de espaldas cargadas y color ceniciento, atravesaron una galería con paredes decoradas con frescos. Por los cristales de las ventanas entraba una luz grisácea procedente del Patio de los Evangelistas, sobre cuyo templete central resbalaban las gotas de lluvia. Algunas ventanas estaban entreabiertas. De pronto, un trueno retumbó prolongadamente, como si una