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SEVILLA
MIÉRCOLES 1 DE ELUL, 4823
1 DE SHABÁN, 455 / 30 DE JULIO, 1063
Estaba sentado en el suelo brillante con las piernas cruzadas y las manos en la cara. Movía el torso de delante hacia atrás, al ritmo de su respiración. Movía los labios, rezando con voz queda:
–El Señor es el Señor. Él es el eterno. Él ha dado. Él ha tomado. Alabado sea su nombre por los siglos de los siglos. . .
Había rasgado sus vestiduras, se había quitado los zapatos y se había cubierto la coronilla con cenizas de todos los fuegos de su casa, según prescribía la costumbre. Había leído la Tora. Los rollos yacían ante él, sobre el atril. Ahora tenía los ojos cerrados. No había hallado consuelo.
–¿Por qué has tomado, Señor? ¿Por qué has tomado?
–El dolor se había clavado en él como un negro puñal–.
¿Por qué has tomado, Señor?
Se había encerrado en lakhizana, que le servía como despacho: una pequeña habitación anexa al salón principal de la casa, en la que se encontraba su biblioteca. Había echado el cerrojo a la puerta y había cubierto la ventana que daba al patio interior con unos maderos, que tenía preparados para los días de frío. Estaba sentado en la pequeña habitación desde las primeras horas de la tarde. Al oscurecer, había encendido una lámpara de aceite. La lámpara humeaba, pues apenas quedaba mecha. Hacía calor, y el aire era irrespirable debido al hollín de la lámpara. Él no lo notaba. Movía el torso de delante hacia atrás y murmuraba oraciones; formaba las palabras con los labios sin prestar atención a su significado.
–Señor de la Verdad, Señor de la Vida, ¿por qué has tomado?
Quizás habría podido sobrellevar mejor el dolor si su fe hubiera sido más firme. Quizá le habría servido de desahogo poder blasfemar contra Dios, reñir con él como Job, echarle en cara su dolor. Pero él no tenía la fe de Job. Él no podía hallar consuelo en la certeza de que esa muerte debía de tener un sentido acorde con la eterna voluntad de Dios, con las inescrutables disposiciones de Su justicia. Él no tenía tal certeza. Estaba solo con su dolor y su luto. Solo en la pequeña y lóbregakhizana, entre sus libros, junto a la lámpara que echaba humo y hollín, que empezó a tremolar y se apagó con un burbujeante siseo. Recitaba los salmos fúnebres tal como estaban escritos, sin buscarles ningún sentido. Éstos salían de entre sus labios como glumas secas.
Muy tarde, ya de noche, el cansancio le concedió unas pocas horas de sueño.
Se llamaba Yunus ibn al-A’war y pertenecía a la congregación palestina de la comunidad judía de Sevilla. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto, seco de carnes, de rasgos suaves a pesar de su nariz marcadamente aguileña, característica de la familia de su padre. La barba ya gris, los ojos no tan agudos como antes, un tanto entornados por el constante esfuerzo de la lectura. Médico con un consultorio importante en la calle de los boteros; un hombre estimado, de quien sus amigos afirmaban que no tenía enemigos.
Por la mañana había dado sepultura a su mujer. Habían estado casados veintiocho años y habían sido felices, aunque desdichadamente no habían tenido hijos. Su mujer había muerto a causa de una enfermedad que él no había sabido diagnosticar, una hinchazón en la zona del bajo vientre, una disfunción del hígado o de la vesícula; él no había sido capaz de descubrirlo. La enfermedad había llegado acompañada de punzadas desgarradoras, de dolores insoportables y agotadores, que al final ya ni las fuertes dosis de opio aplacaban.
Había muerto en la última hora de la