INTRODUCCIÓN
Hubo una vez una guerra, pero hace tanto tiempo y ha sido desplazada de la memoria por tantas otras guerras y de tantas clases que quizás incluso quienes estuvieron allí la hayan olvidado. Me refiero a una guerra posterior a las armaduras y espadas de Crécy y Azincourt y un poco anterior al pequeño escupitajo de bombas atómicas experimentales en Hiro shima y Nagasaki.
Participé en parte de esa guerra; puede decirse que estuve allí de visita, pues fui en calidad de corresponsal de guerra y, ciertamente, no entré en combate; aunque tal vez no me convenga recordarla demasiado. Releer esos viejos reportajes me conduce a un intenso estado de excitación y me devuelve emociones e imágenes que creía olvidadas para siempre.
Quizá sea bueno, incluso necesario, olvidar los accidentes, y las guerras no son sino accidentes a los que nuestra especie parece muy propensa. Sería interesante mantener vivo el recuerdo de los accidentes si de ellos aprendemos algo, pero no aprendemos. En la antigua Grecia, se decía que era necesaria una guerra por lo menos cada veinte años para que todas las generaciones supieran lo que es. Sin embargo, nosotros olvidamos, o nunca hubiéramos caído de nuevo en ese sanguinario disparate.
La guerra a la que me refiero fue la última de las de su especie, lo que quizá la convierta en memorable. Nuestra Guerra Civil ha sido llamada «la última guerra entre caballeros»; la segunda guerra mundial será, con toda seguridad, la última de las guerras mundiales de larga duración. La próxima, si somos tan estúpidos para permitir que se produzca, será la última de todas. No habrá nadie que pueda recordar. Y si somos tan estúpidos no merecemos, en un sentido biológico, sobrevivir. Muchas especies han desaparecido de la faz de la tierra debido a mutaciones; no hay, por tanto, razón para creer que los hombres estemos inmunizados contra la implacable ley de la naturaleza que dicta que el armamento excesivo, la ornamentación superflua e incluso, en muchos casos, la integración excesiva son síntomas que anuncian la extinción de una especie. Mark Twain, enUn yanqui en la corte del rey Arturo, emplea la posible e hiriente paradoja del vencedor destruido por el peso de su vencido muerto.
Pero todo esto es una simple conjetura. Lo curioso es que el recuerdo de la guerra en la que yo estuve resulta para mí tan irreal como una conjetura. Mi amigo Jack Wagner estuvo en la primera guerra mundial. Su hermano Max, en la segunda.
Jack, en defensa de la guerra que él conoció, se refiere a ella como la Gran Guerra, para disgusto de Max. Por supuesto, la Gran Guerra es la que cada uno conoce.
Pero, ¿la recuerda usted? ¿Recuerda los terrores, las esperanzas, el miedo, e incluso, sí, las alegrías que sin duda experimentó durante ella? Me gustaría saber cuántos de los hombres que estuvieron en esa guerra la recuerdan bien.
No leía estos reportajes desde que fueron escritos deprisa y corriendo, y transmitidos por teléfono con urgencia a través del mar para que llegaran a tiempo a la última edición delNewYork Herald Tribune y otros muchos periódicos. Así era como escribía su libro acerca de la guerra un corresponsal, pero yo me resistía a ello, pensando, o asegurando pensar, que sólo las historias que tienen algún valor veinte años después merecen ocupar las páginas de un periódico cuando éstas amarillean.
Lo que me ha movido a reunir estos textos no ha sido esa consideración. Al releerlos después de tanto tiempo, me doy cuenta no sólo de cuánto he olvidado, sino también de que son testimonio de una época, de que hay en ellos actitudes que han envejecido, impulsos románticos, y, a la luz de todo lo que ha sucedido después, quizás el conjunto resulte no del todo verdadero y escorado hacia un lado.
Los acontecimientos que aquí