CAPÍTULO I
Los tres barcos se alzaron con el paso del suave oleaje bajo sus quillas. Por un momento, antes de que las embarcaciones descendieran en el seno de las olas, el puerto de Rávena quedó a la vista desde la elevada cubierta del timón del mercante. La nave estaba atrapada entre dos liburnas, asegurada mediante varios garfios de abordaje amarrados a las bitas de los barcos que tenía a ambos lados. Los piratas que iban a bordo de las liburnas habían levantado los remos y arriado las velas mayores a toda prisa antes de irrumpir a bordo del mercante. El asalto había sido reñido y sangriento.
Las pruebas de la furia de los atacantes yacían esparcidas por cubierta: cuerpos rotos de marineros despatarrados sobre oscuras manchas de sangre por la lisa y gastada tablazón del suelo. Entre ellos se contaban los cadáveres de más de una veintena de piratas y, desde la cubierta del timón, el capitán de la liburna mayor observaba la escena con el ceño fruncido. Había perdido demasiados hombres al abordar el barco. Por regla general, la aulladora oleada de piratas armados que afluían en avalancha por la borda ponía tan nerviosas a las víctimas que éstas soltaban sus armas y se rendían enseguida. Esta vez no había sido así.
La tripulación del barco mercante, junto a un puñado de pasajeros, se había enfrentado a los piratas en el mismo pasamanos de la embarcación y los había rechazado con una determinación tan enérgica como el capitán pirata no recordaba haber visto nunca antes; desde luego, no la había visto en la constante sucesión de embarcaciones comerciales que sus hombres y él habían venido apresando durante los últimos meses. Armados con picas, bicheros, cabillas y unas cuantas espadas, los defensores se habían mantenido firmes cuanto tiempo fue posible hasta que unos hombres mejor armados y que les superaban en número los obligaron a retroceder.
Al capitán pirata le habían llamado la atención cuatro de ellos en particular: hombres corpulentos y fornidos, vestidos con unas sencillas túnicas pardas y armados con espadas cortas. Habían luchado hasta el final, espalda contra espalda en torno a la base del mástil, y se habían llevado por delante a una docena de piratas antes de que éstos los arrollaran y los mataran. El propio capitán había acabado con el último de ellos, pero no sin que previamente el hombre le hubiera abierto el muslo de una cuchillada, una herida superficial que, a pesar de llevar ahora vendada con fuerza, le seguía provocando un intenso y punzante dolor.
El capitán pirata se dirigió a la cubierta principal. Se detuvo junto al mástil, empujó a uno de los cuatro cadáveres con su bota y dio la vuelta al cuerpo, que quedó boca arriba. El hombre tenía la complexión de un soldado y varias cicatrices. Igual que los demás. Quizás eso explicara su habilidad con la espada. Se puso de pie sin dejar de mirar al romano muerto. Así pues, era un legionario, lo mismo que sus compañeros.
El capitán frunció el entrecejo. ¿Qué estaban haciendo unos legionarios en un barco mercante? Y no se trataba de unos legionarios cualesquiera, aquéllos eran hombres escogidos, de los mejores. No eran precisamente unos pasajeros ocasionales que regresaban de Oriente de permiso. Tampoco había duda de que habían organizado y dirigido la defensa del mercante. Y habían luchado hasta derramar la última gota de sangre, sin pensar siquiera en rendirse. «Una lástima», reflexionó el capitán. Le habría gustado ofrecerles la oportunidad de que se unieran a su tripulación. Algunos hombres lo hacían. Al resto los vendía a tratantes de esclavos que no preguntaban nada acerca de la procedencia de sus propiedades y lo bastante sensatos como para asegurarse de que estos esclavos fueran trasladados al mercado del extremo opuesto del Imperio. Una vez cortada su lengua, los legionarios hubieran resultado por igual valiosos como reclutas o esclavos; y resultaría difícil que alguien se quejara de la injusticia de su esclavitud si no podía hablar... Sin embargo, aquellos soldados estaban muertos. Una muerte que no había tenido ningún sentido, decidió el capitán. A menos que hubiesen jurado proteger algo, o a alguien. De ser así, ¿qué estaban haciendo en aquel barco?
El capitán pirata se frotó el vendaje del muslo y