: Simon Scarrow
: La profecía del águila
: Edhasa
: 9788435046992
: Saga de Quinto Licinio Cato
: 1
: CHF 8.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 640
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
La pareja de centuriones formada por Macro y Cato se encuentra en Roma a la espera de ver cómo se resuelve el conflicto en que se han visto metidos como resultado del asesinato del general Plautio, cuando inesperadamente cae en sus manos una misión de la que depende el futuro del Imperio romano.Se trata de recuperar unos papiros de incalculable valor que se hallan en manos de piratas, lo que les obliga a embarcarse y enfrentarse a las terribles hordas de piratas que pugnaban por aquella época (45 a. C.) con las tropas romanas por el control del Mediterráneo. Sin duda, se trata de la aventura más arriesgada a la que se han enfrentado los personajes de Scarrow hasta la fecha, y en este caso con la particularidad de desconocer por completo el medio en el que han de desenvolverse (el mar) y, por si fuera poco, en compañía de uno de sus más acérrimos rivales, Vitelio. Scarrow es un genio imprimiendo sentido del humor, humanidad a los personajes y una estupenda recreación de la vida cotidiana en Roma que muestra un profundo conocimiento de las costumbres militares de la época. El vigor narrativo insuperable en el relato de acciones y de tramas marcadas por la rivalidad y las traiciones, a lo que, en esta ocasión, hay que añadir una apasionante recreación de las batallas navales y de la vida en el mar. Una serie que no dejará indiferentes a lectores apasionados de las novelas de civilizaciones antiguas y en este caso a los apasionados de las batallas navales.

Simon Scarrow fue profesor de historia hasta obtener un resonante éxito en el ámbito de la narrativa histórica con la serie protagonizada por los militares Quinto Licinio Cato y Lucio Cornelio Macro, de la que Edhasa ha publicado ya las catorce entregas (El águila en el Imperio, Roma Vincit!, Centurión, Hermanos de sangre, Britania, y Los días del César, entre otras).Además de la serie juvenil Gladiador, es autor de tres novelas independientes: La espada y la cimitarra, Sangre en la arena y Corazones de piedra. Con Sangre joven inició el que quizá sea su más ambicioso proyecto novelesco: las vidas paralelas de Napoleón y Wellington, que ha culminado en cuatro entregas (Sangre joven, Los Generales, A fuego y espada y Campos de muerte), todas publicadas por Edhasa. En 2017, junto con Lee Francis, se ha embarcado en un nuevo proyecto: Jugando con la muerte, thriller protagonizado por Rose Blake, agente especial del FBI.

CAPÍTULO I

Los tres barcos se alzaron con el paso del suave oleaje bajo sus quillas. Por un momento, antes de que las embarcaciones descendieran en el seno de las olas, el puerto de Rávena quedó a la vista desde la elevada cubierta del timón del mercante. La nave estaba atrapada entre dos liburnas, asegurada mediante varios garfios de abordaje amarrados a las bitas de los barcos que tenía a ambos lados. Los piratas que iban a bordo de las liburnas habían levantado los remos y arriado las velas mayores a toda prisa antes de irrumpir a bordo del mercante. El asalto había sido reñido y sangriento.

Las pruebas de la furia de los atacantes yacían esparcidas por cubierta: cuerpos rotos de marineros despatarrados sobre oscuras manchas de sangre por la lisa y gastada tablazón del suelo. Entre ellos se contaban los cadáveres de más de una veintena de piratas y, desde la cubierta del timón, el capitán de la liburna mayor observaba la escena con el ceño fruncido. Había perdido demasiados hombres al abordar el barco. Por regla general, la aulladora oleada de piratas armados que afluían en avalancha por la borda ponía tan nerviosas a las víctimas que éstas soltaban sus armas y se rendían enseguida. Esta vez no había sido así.

La tripulación del barco mercante, junto a un puñado de pasajeros, se había enfrentado a los piratas en el mismo pasamanos de la embarcación y los había rechazado con una determinación tan enérgica como el capitán pirata no recordaba haber visto nunca antes; desde luego, no la había visto en la constante sucesión de embarcaciones comerciales que sus hombres y él habían venido apresando durante los últimos meses. Armados con picas, bicheros, cabillas y unas cuantas espadas, los defensores se habían mantenido firmes cuanto tiempo fue posible hasta que unos hombres mejor armados y que les superaban en número los obligaron a retroceder.

Al capitán pirata le habían llamado la atención cuatro de ellos en particular: hombres corpulentos y fornidos, vestidos con unas sencillas túnicas pardas y armados con espadas cortas. Habían luchado hasta el final, espalda contra espalda en torno a la base del mástil, y se habían llevado por delante a una docena de piratas antes de que éstos los arrollaran y los mataran. El propio capitán había acabado con el último de ellos, pero no sin que previamente el hombre le hubiera abierto el muslo de una cuchillada, una herida superficial que, a pesar de llevar ahora vendada con fuerza, le seguía provocando un intenso y punzante dolor.

El capitán pirata se dirigió a la cubierta principal. Se detuvo junto al mástil, empujó a uno de los cuatro cadáveres con su bota y dio la vuelta al cuerpo, que quedó boca arriba. El hombre tenía la complexión de un soldado y varias cicatrices. Igual que los demás. Quizás eso explicara su habilidad con la espada. Se puso de pie sin dejar de mirar al romano muerto. Así pues, era un legionario, lo mismo que sus compañeros.

El capitán frunció el entrecejo. ¿Qué estaban haciendo unos legionarios en un barco mercante? Y no se trataba de unos legionarios cualesquiera, aquéllos eran hombres escogidos, de los mejores. No eran precisamente unos pasajeros ocasionales que regresaban de Oriente de permiso. Tampoco había duda de que habían organizado y dirigido la defensa del mercante. Y habían luchado hasta derramar la última gota de sangre, sin pensar siquiera en rendirse. «Una lástima», reflexionó el capitán. Le habría gustado ofrecerles la oportunidad de que se unieran a su tripulación. Algunos hombres lo hacían. Al resto los vendía a tratantes de esclavos que no preguntaban nada acerca de la procedencia de sus propiedades y lo bastante sensatos como para asegurarse de que estos esclavos fueran trasladados al mercado del extremo opuesto del Imperio. Una vez cortada su lengua, los legionarios hubieran resultado por igual valiosos como reclutas o esclavos; y resultaría difícil que alguien se quejara de la injusticia de su esclavitud si no podía hablar... Sin embargo, aquellos soldados estaban muertos. Una muerte que no había tenido ningún sentido, decidió el capitán. A menos que hubiesen jurado proteger algo, o a alguien. De ser así, ¿qué estaban haciendo en aquel barco?

El capitán pirata se frotó el vendaje del muslo y