CAPÍTULO II
La oficialidad que estaba a las órdenes del coronel Lanser instaló su cuartel general en el palacete de la Municipalidad. Eran cinco hombres, además del coronel. El mayor Hunter, especialista en números, era un hombrecillo que por ser un ente en quien se podía confiar clasificaba a los demás en personas en quienes se podía confiar y en personas que no tenían derecho a vivir; era ingeniero, pero, salvo en caso de guerra, a nadie se le hubiera ocurrido darle mando, pues ponía a los hombres en hilera, como si fueran números, y los sumaba, restaba y multiplicaba. Era más bien un aritmético que un matemático. Jamás le había entrado en la cabeza el humorismo, la música o el misticismo de las matemáticas superiores. Los hombres podrían tener distinta estatura, peso o color, se podrían diferenciar como el 6 del 8, pero aparte de eso existían entre ellos pocas diferencias. Se había casado varias veces y no sabía por qué habían llegado sus mujeres a un terrible estado de nervios antes de abandonarlo.
El capitán Bentick era un hombre que amaba la vida de familia, los perros, los niños sonrosados y las Navidades. Demasiado viejo para no ser más que capitán, su falta de ambición le había impedido ascender. Antes de la guerra admiraba extraordinariamente a los terratenientes ingleses, vestía trajes ingleses, tenía perros ingleses, fumaba en pipa inglesa una mezcla que le enviaban de Londres, estaba subscrito a revistas inglesas de agricultura y se pasaba la vida discutiendo sobre los respectivos méritos de los setters ingleses y de los setters Gordon. Además, pasaba las vacaciones en Sussex y le gustaba que en Budapest o en París lo tomaran por inglés. La guerra cambió todo eso exteriormente, pero el capitán Bentick había fumado demasiado tiempo en pipa y había usado bastón demasiado tiempo como para renunciar demasiado bruscamente a esas cosas. Cinco años antes había escrito alTimes una carta sobre la desaparición del pasto en los Midlands y la había firmado como Edmund Twitchell Esq., y, lo que es más, elTimes la había publicado.
Si el capitán Bentick era demasiado viejo para capitán, el capitán Loft era demasiado joven. El capitán Loft era todo lo capitán que uno se pueda imaginar. Vivía y respiraba capitanía. No tenía momentos civiles. Su potente ambición lo había hecho ascender rápidamente. Subió como sube la crema en la leche. Juntaba los talones con la perfección de un bailarín. Conocía todas las reglas de la cortesía militar e insistía en aplicarlas. Los generales lo temían porque de conducta militar sabía más que ellos. Creía que el grado más elevado de la evolución animal era el soldado. Si pensaba en Dios, pensaba en él como en un viejo general cargado de honores, retirado y cano, que vivía de recuerdos de batallas y para depositar coronas de flores en las tumbas de sus oficiales varias veces al año. Creía también que todas las mujeres se enamoraban de un uniforme, y no comprendía cómo podía ser de otra manera. En un curso normal de acontecimientos, hubiera llegado a general de brigada a los cuarenta y cinco años, y se habría visto retratado en los diarios ilustrados, entre mujeres altas, pálidas y masculinas, tocadas con sombreros de ala ancha adornados con encajes.
Los tenientes Prackle y Tonder, dos mocosos, estudiantes de universidad, formados en la política actual, tenían tal fe en el nuevo gran sistema inventado por un genio que nunca se habían tomado la molestia de comprobar sus resultados. Jóvenes sentimentales, se abandonaban con facilidad a las lágrimas y a la furia. El teniente Prackle guardaba en la parte posterior del reloj un rizo de pelo envuelto en un pedacito de seda azul, pero, como el pelo se escapaba y se enredaba constantemente en el áncora, para saber la hora tenía que llevar reloj de