CAPÍTULO UNO
El Pireo, a principios del 25 d. C.
Una fuerte ráfaga de viento y lluvia azotó al capitán griego mientras se tambaleaba por la calle mal iluminada. Era una noche de mal tiempo de principios de la primavera, y las calles del puerto estaban desiertas. Clemestes corría por ellas, echando de vez en cuando una mirada por encima de su hombro hacia las tres robustas figuras que lo seguían a corta distancia. El curtido capitán del barco mercanteSelene acababa de regresar de un viaje muy afortunado a Salamis, donde desembarcó un cargamento de garum y pescado salado. Aunque el viaje sólo le había proporcionado pequeños beneficios, apenas lo suficiente para cubrir los gastos de tripulación y buque, había significado mejor negocio que para muchos de sus compañeros. Eran tiempos difíciles para los mercantes de El Pireo, tras dos años de malas cosechas y numerosos ataques piratas que afectaban a la disminución del comercio que pasaba por el puerto. Unos cuantos habían tenido que abandonar el negocio, y otros muchos se veían obligados a tomar prestadas sumas sustanciales de los comerciantes para poder cubrir sus pérdidas. Clemestes había decidido celebrar el raro pero afortunado viaje con unos tragos de mulsum en una de las tabernas locales y, cuando la oscuridad ya se iba instalando en el puerto y la luz se desvanecía, marchó de El Marinero Feliz para volver al calor de su pequeño camarote a bordo del barco. Poco después, se dio cuenta de que unos hombres lo seguían.
La lluvia seguía cayendo sin parar, golpeando las tejas de madera de los edificios que lo rodeaban, mientras Clemestes caminaba por las calles oscuras del distrito de los almacenes. A aquella hora tardía los almacenes normalmente estaban muy ajetreados, con equipos de estibadores que descargaban los artículos de los mercantes recién llegados, gran parte de ellos destinados a Atenas; pero en esa parte de la ciudad reinaba una quietud extraña. La amenaza de ataques por parte de bandas de piratas que capturaban a sus presas en las rutas principales de comercio había puesto nerviosos a los mercaderes locales y a los propietarios de buques, y la mayoría se mostraba reacia a arriesgarse a transportar sus bienes por todo el Imperio. Como resultado, El Pireo había sufrido muchísimo, y se hallaba sumido en un periodo de agitación económica de la cual no mostraba señales de recuperarse.
Clemestes miró por encima de su hombro de nuevo, sin dejar de avanzar en su camino. Los tres hombres mantenían el mismo paso que él, envueltos sus corpachones en túnicas de color pardo. Habían permanecido a una distancia segura detrás de él, siguiendo cada uno de sus movimientos y sin desaparecer nunca de la vista. Al principio descartó la idea de que lo siguieran precisamente a él. Pero luego vio sus caras durante unos segundos, a la luz de una puerta abierta, y los reconoció de la taberna. Habían estado sentados en una mesa con caballetes, en un rincón oscuro, bebiendo y observando con interés al resto de la clientela. Un interés exagerado, pensaba ahora Clemestes, angustiado. No tenía ninguna duda. Aquellos hombres eran asaltantes de caminos. Lo habían visto abandonar la taberna y se proponían robarle.
Tragó saliva con fuerza, miró al frente, apretándose bien el manto sobre la frente, y aceleró el paso, maldiciéndose por no haberse dado cuenta antes de que lo seguían unos atracadores. Si los hubiera visto nada más salir de la taberna, podría haber buscado refugio en cualquier otro de los abrevaderos baratos y tascuchas que medraban a lo largo del ágora principal. Por el contrario, estaba demasiado ocupado felicitándose por el éxito de su viaje y sólo percibió su sombra cuando salió de la avenida principal, al entrar en los oscuros callejones del distrito de los almacenes. Ahora no tenía dónde esconderse ni tampoco podía resguardarse y esperar a que los asaltantes abandonaran su caza. Nadie lo salvaría en cuanto iniciaran su ataque.
Se echó a temblar bajo su manto y miró tras él una vez más. Los ladrones estaban ya a unos veinte pasos; se movían con rapidez, a pesar de su enorme tamaño. Clemestes caminaba con una cojera pronunciada que lo retrasaba, resultado de una antigua herida que sufrió durante sus años como oficial de un barco. Con una sensación de temor cada vez más profunda, se dio cuenta de que sus perseguidores lo alcanzarían enseguida.
Procurando sacudirse la neblina del alcohol de la mente, decidió que lo mejor que podía hacer era introducirse en