Las autoridades
En Berlín, las autoridades no tienen muchos motivos para reír en estos tiempos. Pero se quitan de en medio hábilmente. Un hombre pequeño se ha hecho con el poder y engaña a quienes le rodean. Es el 23 de noviembre de 1918.
Retirada del ejército
Como las raíces de un árbol se aferran al suelo, profundas y ramificadas, así el poderoso ejército alemán tuvo que sacar, tras el armisticio del 11 de noviembre, sus tropas de las trincheras, galerías y pueblos.
Antes del 17 de noviembre, tenían que haber dejado atrás Amberes y Termonde, y por el sur rebasar la línea Longwy-Briey-Metz-Zabern-Schlettstadt-Basilea. No hubo descanso para ellos; tuvieron que marchar para alcanzar antes del 21 del mismo mes Turnhout y el canal de Hasselt, Diest y la frontera norte de Luxemburgo. Bélgica tenía que quedar despejada antes del 27 de noviembre. El 1 de diciembre, según ordenaba el armisticio, la vanguardia y retaguardia de los conquistadores alemanes tenía que haber abandonado todos los territorios al oeste de Neuss y Düsseldorf, y no superar por el oeste la línea Düren-Salm-Bernkastel-Rin-frontera suiza. Luego debían retirarse de Renania, y dejar libre antes del 9 de diciembre el resto de la región situada a la orilla izquierda del Rin. Los vencedores aliados les seguirían hasta la orilla oriental del Rin, para ocupar las cabezas de puente de Colonia, Coblenza y Maguncia, en una profundidad de treinta kilómetros, y allí se detendrían.
Y marcharon a pie, a caballo, en aviones y otros vehículos. Eran los soldados de la gran potencia militar alemana, bajo cuyas botas reinos enteros se habían desplomado como castillos de naipes... la infantería y la caballería, la artillería pesada, la artillería de campaña, la artillería ligera, los cazadores y el batallón ciclista, las secciones de zapadores y minadores, las de ametralladoras e información, los pilotos de bombardero, los pilotos de caza. Se movieron de un sitio a otro con la precisión de un reloj. Porque la misma fuerza férrea, el mismo gélido cerebro que había ideado los desplomados planes de conquista, seguía dirigiéndolos, el mismo cuartel general, ahora con sede en Kassel, los mismos generales y oficiales que habían prestado juramento de lealtad al emperador.
Los caminos estaban reblandecidos, había llanuras y montañas. El gusano salpicado de negro, blanco y rojo1 culebreaba por entre ciudades, pueblos y carreteras. La tierra alemana no había tenido la guerra dentro de sus fronteras, ahora empezaba a ver su sombra.
En todas partes resplandecía el pasquín del viejo mariscal de campo: «Hasta el día de hoy, hemos llevado con honor nuestras armas. El ejército ha hecho grandes cosas, con leal entrega y en cumplimiento de su deber. Venimos de la lucha orgullosos y erguidos».
El gusano negro, blanco y rojo culebrea por el país. Los generales quieren llevarlo a Berlín, y allí decidir su destino y el de la ciudad.
Reunión del gabinete
Las calles y plazas de Berlín permanecen inmóviles la mañana del 22 de noviembre de 1918, pacíficas, como corresponde a su naturaleza, y el gris cielo de noviembre las mira sin interés. Se podría calificar de letárgicas a estas calles y plazas cuando uno se las encuentra todos los días y noches en el mismo sitio, siempre con igual número de ventanas, igual altura de pisos y tan sólo escasos cambios en las ventanas, en los postigos, cambios que no emanan de ellas mismas, sino de otros, de las personas que en ellas viven. Pero entonces uno recuerda que están hechas de elementos dificultosamente cambiantes, lentos, dudosos, de piedra, mortero, adobe y hormigón, que disponen de un tiempo mayor que nosotros. Uno se siente agradecido de que no participen en la general aceleración de la época y, sin crisis nerviosa alguna, muestren en toda hora el mismo rostro.
Como todos los días, también hoy circulan coches que van de calle en calle.
Vemos, de Treptow a Berlín, un coche que rueda por la Kopenicker Strasse, por el Inselbrücke, el Mühlendamm. Gira hacia la Breitestrasse. Vemos cómo avanza con bravura, toma la Schlossplatz y entra en Unter den Linden. Allí le saludan edificios históricos y estatuas. Pero el taxi no se da por enterado. Su necesidad de circular aún no se ha agotado, el conductor no vacila ni cede, porque es un hombre que tiene ante sus ojos el nombre determinado de una calle y el