LIBRO SEGUNDO
La división de la marina popular o la revolución busca un empleo fijo
Friedrich Ebert, el obstaculizador
Habían perdido la batalla antes de empezarla, porque las dinastías expulsadas habían tomado sus medidas.
Se habían preparado para su caída, no como una persona privada que, antes de que las cosas vayan mal, envía con rapidez sus fondos al extranjero, sino como un árbol que, antes de secarse, esparce sus semillas masivamente. Guillermo II podía irse a Holanda, los otros príncipes podían esconderse en el campo. Quedaban generales y autoridades. Seguían proliferando alegremente como retoños del viejo árbol. Quedaba también el suelo: el pueblo trabajador, que obedecía gustoso.
Y luego estaba Friedrich Ebert.
Friedrich Ebert hacía brillar su semblante sobre el país sin dueño. Le importaba no molestar. Le importaba impedir que algo ocurriera, y hacer que lo ocurrido no hubiera ocurrido.
¿Quién era este hombre?
Había venido al mundo, curioso azar, en el mismo año 1871 que Lenin y Rosa Luxemburg, él, el hijo de un sastre de Heidelberg. Católico de familia, cambió la fe produnda de sus padres, embebida de melancolía y nostalgia, por el optimismo superficial de un socialista que apostaba por la organización y el progreso. No aspiraba a grandes cosas, no tenía la visión de Karl Marx, revolución mundial y dictadura, tan sólo quería mejorar las condiciones de vida de su gente y hacía lo que podía para conseguirlo. Ingresó en el partido. Fue guarnicionero, posadero, un hombre honesto, un hombre pequeño, hasta ahora sin ambición... a nadie se le pasaría por la cabeza compararlo con Lenin o con Rosa.
Tenía una figura rechoncha y redondeada. Su gruesa cabeza no le salía bien de entre los hombros. Gustaba de cubrir sus ojos, saltones y de visión desagradable, con unos pesados párpados. De la mandíbula sobresalía una corta y negra perilla. Pero lo más importante, lo más obvio en él eran las piernas, cortos y recios puntales, sólidos instrumentos a los que su poseedor podía confiar su peso.
Y con esas piernas estaba plantado en el suelo de los hechos. Mientras algunos se retorcían el cuello para atisbar detrás de la vida que se perdía más allá de los tejados, mientras otros cogían el ariete para hacer sitio a su alrededor, él estaba de acuerdo. Le interesaba el trabajo de retocar los detalles.
Antes, apenas se había sabido nada de aquel hombre. No se había convertido en diputado del Reichstag hasta 1912. De alguna manera, se había ganado la confianza de la gente. No escribía; escribir no era lo suyo, ya había suficientes escribidores en el partido. Tampoco pronunciaba discursos, pero todos pronunciaban discursos, y en el Reichstag causó expectación que un diputado entrara con la boca cerrada. Pensaban que tenía que tener algo en la boca. Sin embargo, cuando abría la boca en las reuniones del grupo, no tenía nada especial dentro, tan sólo pequeñas y correctas observaciones. Eran observaciones que cualquiera podía hacer, pero no hacía. Él mismo estaba acostumbrado a guardárselas para sí. De ese modo, se convirtió en un milagro de la política. Podía dejar hablar a otros y no decir nada.
Su fama estaba hecha. Dirigió reuniones de comités, lo eligieron como uno de los dirigentes del partido. Seguía pareciendo invariablemente un digno posadero que sabía atenuar el ruido dentro de su local, y siguió siendo, según el testimonio de su amigo Scheidemann, «un hombre de respeto en un círculo de alegres bebedores».
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En 1918, cuando la guerra terminó y todos los pueblos tuvieron bastante, el ansia de tranquilidad también se abri