CAPÍTULO 1
Han pasado muchos años, pero recuerdo con toda claridad el primer día que quisieron matarme. Aún resuena en mis oídos el sonido grave de la voz del capitán ordenando la carga y cómo, acto seguido, nos lanzamos los dos escuadrones al unísono haciendo temblar la tierra. Nunca podré olvidar el piafar y el estruendo de los cascos de los caballos sobre el seco suelo africano, los gritos de los jinetes o el fuerte olor a sudor, cuero y acero. Todo ello formaba un torbellino de sonidos, imágenes y sensaciones que contribuían a acrecentar la excitación del momento y a hacerlo indeleble. Me parece todavía sentir el polvo levantado por nuestras monturas, una nube fina y ardiente que enturbiaba la vista y secaba la garganta acentuando la sensación de sed y calor. Por todo ello, la áspera tela del uniforme se pegaba a nuestros cuerpos.
Los dos escuadrones arrancaron al trote hasta cubrir un tercio de la distancia que nos separaba del objetivo. No nos costó mantener la formación, porque el paso era lento por esa ladera que conducía al pueblo de El Biutz, nuestra meta. Había ensayado cientos de veces la maniobra, pero aquella era la primera vez que la realizaba en combate. La loma que teníamos enfrente no era un terreno muy apropiado para la caballería, aunque nuestro propósito principal era comprobar la fortaleza de las defensas enemigas, no el asalto a las mismas.
Cuando pasamos al medio galope y nuestra marcha se hizo más veloz, se empezó a escuchar el restallar de los anticuados fusiles Lebel, que los franceses vendían a los marroquíes y cuyas gruesas balas percutían con un sonido grave, muy diferente al de nuestros Mauser. Percibo aún el aire cálido y pegajoso de Marruecos, que golpeaba nuestros rostros con más fuerza a medida que aumentábamos la velocidad de la carga. No tardó mucho en atronar nuestra artillería, como siempre, generando grandes nubes de humo y haciendo mucho ruido, pero sin causar el más mínimo daño al enemigo.
¿Qué se siente en medio de una carga de caballería? Preguntar esto hoy es algo tan anacrónico como averiguar qué se experimenta al elevar una catedral gótica. Sin embargo, yo puedo responder a esa cuestión. Notas cómo se acelera el corazón y te invade un ímpetu desconocido, una ola de algo grande y poderoso se apodera de tu cuerpo al tiempo que percibes un entusiasmo extraño y desasosegante. No negaré que fui preso de esa embriaguez... hasta que empezó el tiroteo.
¿Cómo olvidar la sensación que provoca la primera bala al pasar zumbando junto a tu cabeza? ¿Cómo olvidar ese sabor metálico clavado en el paladar, que no es sino el regusto amargo del miedo? ¿Cómo olvidar el efecto de vacío en el estómago cuando ves caer al hombre que te precede y sabes que tú puedes ser el siguiente?
Cuando ya estábamos cerca del enemigo, mi caballo hizo una cabriola extraña y salí despedido de la silla para estrellarme contra un suelo de tierra compacta repleto de piedras. La caída fue dolorosa. No perdí el sentido, pero quedé atontado sin saber qué hacer, viendo cómo mi caballo se alejaba para desplomarse unos metros más allá, muerto. Sentí un gran desconcierto y una amalgama de sensaciones: miedo, sed, cansancio y dolor. Permanecí tendido, confuso, notando cómo la cabeza me ardía y me daba vueltas mientras me costaba respirar.
No sé cuánto tiempo estuve en ese estado, debió de ser poco, quizá sólo unos segundos. Al oír cómo una bala pasaba rozando mi oreja izquierda me puse cuerpo a tierra buscando el poco cobijo que daba el terreno. Si unos minutos antes me había dejado llevar por el arrebato de la carga, en ese momento, allí abatido en tierra de nadie sirviendo de blanco a un tirador, sentí un escalofrío de miedo. Se me heló la sangre en las venas y estuve un buen rato pegado al terreno sin mover un dedo, hasta que levanté un poco la cabeza con mucha precaución para otear