CAPÍTULO I
El convulso tumulto del barco quedó paralizado un instante por un difuso relampagueo. A su alrededor, el espumoso embate del mar se apaciguó mientras las bien delineadas sombras de los marineros y de las jarcias surcaban la brillantemente iluminada cubierta del trirreme. Luego la luz se desgajó y la oscuridad se apoderó una vez más de la embarcación. Unas bajas nubes negras flotaban en el cielo y, provenientes del norte, se deslizaban sobre el gris oleaje. Todavía no había caído la noche, aunque los aterrorizados miembros de la tripulación y del pasaje tenían la sensación de que ya hacía mucho que el sol había abandonado el mundo. Sólo la débil mancha en un tono más claro de gris a lo lejos, al oeste, señalaba su paso. El convoy se había dispersado completamente y el prefecto al mando de la escuadra de trirremes, recién puesta en el servicio activo, soltó una maldición, enojado. Con una mano firmemente agarrada a un estay, el prefecto utilizó la otra mano para protegerse los ojos de las heladas salpicaduras mientras escudriñaba las efervescentes crestas de las olas que los rodeaban. Únicamente eran visibles dos barcos de su escuadra, unas oscuras siluetas que se alzaban ante la vista mientras que su buque insignia se elevaba en lo alto de una enorme ola. Las dos embarcaciones se encontraban a una gran distancia hacia el este y tras ellas iría el resto del convoy, diseminado en el océano embravecido. Aún podrían llegar a la entrada del canal que conducía tierra adentro hasta Rutupiae. Pero para el buque insignia no había esperanzas de alcanzar la gran base de abastecimiento que equipaba y alimentaba al ejército romano. Más al interior las legiones se hallaban emplazadas sin peligro en sus cuarteles de invierno de Camuloduno, a la espera de la renovación de la campaña de conquista de Britania. A pesar de los enormes esfuerzos de los hombres que estaban a los remos, la embarcación era arrastrada lejos de Rutupiae.
Al mirar por encima del oleaje hacia la oscura línea de la costa britana, el prefecto admitió con amargura que la tormenta lo había vencido y pasó la orden de que se subieran los remos. Mientras él consideraba sus opciones la tripulación se apresuró a izar una pequeña vela triangular en la proa para ayudar a estabilizar el barco. Desde que se había emprendido la invasión el verano anterior, el prefecto había atravesado aquel tramo de mar montones de veces, pero nunca en tan terribles condiciones. A decir verdad, nunca había visto cambiar el tiempo con tanta rapidez. Aquella mañana, que tan lejana parecía entonces, el cielo estaba despejado y un fresco viento del sur prometía una pronta travesía desde Gesoriaco. Normalmente ningún barco se hacía a la mar en invierno, pero el ejército del general Plautio andaba escaso de provisiones. La estrategia del jefe britano, Carataco, de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo significaba que las legiones dependían de un constante suministro de grano del continente que les permitiera pasar el invierno sin reducir las reservas necesarias para continuar la campaña en primavera. Así pues, los convoyes habían seguido cruzando el canal siempre que el tiempo lo permitía. Aquella mañana la pérfida naturaleza había engañado al prefecto y le había hecho dar la orden a sus embarcaciones cargadas de provisiones de zarpar rumbo a Noviomago sin imaginarse que la tormenta iba a sorprenderlos.
Cuando hab