: Aldous Huxley
: Ciego en Gaza
: Edhasa
: 9788435047807
: 1
: CHF 11.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 512
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Ciego en Gaza (1936) es, ante todo, una novela personal e íntima. En conflicto entre lo intelectual y lo sexual y a través del misticismo, Huxley nos describe simultáneamente y sin aparente orden cronológico, la vida de una serie de personajes; sin embargo, al llegar al final, el lector ha de rendirse, sorprendido ante la apretada unidad que presenta la obra. Por encima de los valores de la inteligencia, del despiadado y lúcido estudio psicológico de los personajes, habituales en el autor; sorprende la prodigiosa construcción de la novela. Así, en Ciego en Gaza, Huxley llega al cénit de su vida narrativa, dedicado a describir en carne viva con sorprendente exactitud y crudeza a la sociedad de entreguerras, y se centra en una desesperada búsqueda de los valores positivos que podrían salvar al ser humano de la alienación a la que lo conduce el desarrollo tecnológico.

Procedente de familia de tradición intelectual, se formó en Eton y Oxford. Después de unas primeras novelas predominantemente satíricas, el éxito y la atención de la crítica más rigurosa llegó con Contrapunto (1928), ambiciosa e inteligente novela que constituye uno de los retratos más agudos y completos del esnobismo intelectual de entreguerras. Su siguiente novela, Un mundo feliz (1932), es quizá su obra más famosa y sin duda la más inquietante. Pasó un tiempo escribiendo guiones cinematográficos en Hollywood, hasta que volvió a situarse en primera línea con las novelas Muere el cisne depués del verano (1939), El genio y la diosa (1945), El tiempo debe detenerse (1948), Mono y esencia (1949) y La isla (1962), y los polémicos ensayos Eminencia gris (1941), La filosofía perenne (1946) y Nueva visita a un mundo feliz (1958).

Capítulo primero

30 DE AGOSTO DE 1933

Las instantáneas se habían vuelto casi tan mortecinas como los recuerdos. Aquella joven que aparecía en un jardín al final del siglo era como un espectro al amanecer. Anthony Beavis reconoció a su madre, un año o dos –tal vez sólo un mes o dos– antes de que muriera, pero la moda –pensó–, mientras miraba fijamente el fantasma de color castaño, es un arte decorativo, como el de la jardinería ornamental. ¡Esas caderas en forma de cisne! ¡Ese pecho en cascada, sin la menor relación aparente con el cuerpo desnudo bajo él! ¡Y todo ese pelo, como una deformidad ornamental en el cráneo! En 1933 parecía en verdad horrenda y repelente y, sin embargo, si cerraba los ojos (como no pudo por menos de hacer), podía ver a su madre lánguidamente hermosa en suchaise–longue o jugando, ágil, al tenis o planeando como un ave por el hielo de un invierno lejano.

Lo mismo ocurría con las instantáneas de Mary Amberley, tomadas diez años después. La falda era tan larga como siempre y, bajo su más estrecha campana de tela, la mujer aún se deslizaba sin pies, como sobre ruedecitas. Cierto es que se habían realzado los senos un poco y se había adentrado el prominente trasero, pero la forma general del cuerpo vestido seguía siendo extrañamente inverosímil: un cangrejo encerrado en un caparazón de ballenas; y aquel enorme sombrero con penacho de plumas de 1911 era simplemente un entierro francés de primera clase. ¿Cómo podía haberse sentido atraído un hombre en su sano juicio por una apariencia tan profundamente antiafrodisíaca? Y, sin embargo, pese a las instantáneas, la recordaba como la encarnación misma del atractivo deseable. A la vista de aquel cangrejo con plumas y sobre ruedas, se le había acelerado el corazón y la respiración se le había alterado.

Veinte, treinta, años después, las instantáneas sólo revelaban cosas remotas y ajenas, pero lo ajeno es (¡automatismo deprimente!) siempre lo absurdo. En cambio, lo que recordaba era la emoción sentida cuando lo ajeno era aún lo familiar, cuando lo absurdo –al darse por descontado– nada tenía de tal. Los dramas del recuerdo son siempre Hamlet con atuendo moderno.

¡Qué hermosa había sido su madre... bajo la cabellera arborescente y pese al sobresaliente trasero y el pecho en disminución! ¡Y qué enloquecedoramente deseable era Mary, aun envuelta en un caparazón y coronada por plumas propias de un entierro! Y también él con su chaquetita de cazadorbeige y su boina escocesa; como Bubbles (del cuadro de John Millais), con traje de pana lisa de color de hierba y volantes; en el colegio con su traje Norfolk y pantalones bombachos que acababan por debajo de las rodillas en dos tubos ceñidos de excelente tela espesa; con su cuello almidonado y su bombín, los domingos, y su gorra rojinegra de la escuela en los demás días... también, en su recuerdo, llevaba siempre ropa moderna, nunca la absurda figurita cómica que aquellas instantáneas revelaban: no peor –por lo que a su sensación interior se refería– que los muchachos de treinta años después con sus jerséis y pantalones cortos. Era una prueba –se vio reflexionando impersonalmente Anthony, mientras examinaba la imagen con sombrero de copa y frac de sí mismo en Eton– de que sólo se podía registrar el progreso, nunca experimentarlo. Cogió su cuaderno, lo abrió y escribió: «Tal vez los historiadores noten el progreso, pero quienes participan en realidad en el supuesto avance nunca pueden sentirlo. Los jóvenes nacen en circunstancias nuevas y los ancianos las dan por sentadas al cabo de unos meses o años. No se sienten los a