CAPÍTULO I
La mujer avanzaba en diagonal hacia Ravic. Caminaba con paso apresurado, aunque extrañamente tambaleante. Ravic reparó en ella sólo cuando se hallaba muy cerca. Vio un rostro pálido de pómulos salientes y ojos algo separados. Estaba inmóvil como una máscara; daba la impresión de estar hundido; y los ojos, a la luz de los focos, tenían tal vidriosa expresión de vacío que le llamó la atención.
Pasó tan cerca que casi lo rozó. Extendió una mano y la tomó del brazo. La mujer se tambaleó y se habría desplomado si no la hubiese sujetado.
La retuvo fuertemente.
–¿Adónde quiere ir? –le preguntó al cabo de unos instantes.
Ella lo miraba fijamente.
–Suélteme –murmuró.
Ravic no contestó. Seguía cogiéndola con firmeza por el brazo.
–¡Déjeme! ¿Qué significa esto? –La mujer movía apenas los labios.
Ravic tuvo la impresión de que ella no lo veía. Miraba como a través de él, hacia un punto indeterminado en la noche vacía. Él no era sino algo que la retenía y contra lo cual decía: «¡Suélteme!».
Se dio cuenta enseguida de que no era prostituta. Tampoco estaba ebria. Ya no la sujetaba con tanta fuerza. Si la mujer hubiera querido, habría podido desasirse fácilmente; pero ni siquiera reparó en ello. Ravic esperó un buen rato.
–¿Adónde quiere ir, de noche, sola, a esta hora, en París? –preguntó luego tranquilamente, soltándole el brazo.
La mujer callaba. Pero tampoco seguía su camino. Parecía como si una vez detenida en su marcha ya no pudiese reanudarla.
Ravic se apoyó en la balaustrada del puente. Sintió la aspereza de la piedra bajo sus manos.
–¿Tal vez allí? –indicó, con la cabeza, hacia atrás, abajo, donde el Sena se deslizaba susurrando sin tregua, con su brillo grisáceo, contra la sombra del Pont de l’Alma.
La mujer no contestó.
–Es demasiado pronto –dijo Ravic–. Es demasiado pronto y hace demasiado frío en noviembre.
Sacó un paquete de cigarrillos y se revolvió los bolsillos buscando fósforos. Notó que habían quedado sólo dos en la cajetilla de cartón y se inclinó con precaución para proteger la llama con la mano, contra la ligera brisa del río.
–¿Me da uno a mí también? –preguntó la mujer.
Ravic se enderezó y le mostró el paquete.
–Argelinos. Tabaco negro de la Legión Extranjera. Probablemente demasiado fuertes para usted. No tengo otros.
La mujer movió la cabeza y tomó un cigarrillo. Ravic le acercó el fósforo encendido. Ella fumó con prisa, aspirando profundamente. Ravic tiró el fósforo por la balaustrada. Cayó como una pequeña estrella fugaz en la oscuridad, y se apagó cuando tocó el agua.
Un taxi transitaba lentamente por el puente. El chófer paró. Miró hacia aquel lado y se detuvo un momento; luego prosiguió la marcha a lo largo de la húmeda, negra y l