En una boda sobra de todo: la alegría de los novios y de los convidados, los buenos manjares, los regalos. En esta boda, de repente, faltó el vino, y María, con su psicología especial de mujer y de madre, se dio cuenta de ello. Lo notó en las caras de preocupación de los novios. Y se acercó a ver qué es lo que pasaba. No tenían vino. Parece extraño que en una boda falte el vino cuando los novios preparan estos acontecimientos con todo detalle. Pero no hay que olvidar que las bodas duraban toda una semana y, mientras tanto, los invitados iban consumiendo lo que la familia ponía a su disposición. Es normal, pues, que a lo largo de una semana pudiera faltar el vino. Eso significaba tanto como que la boda fuera un fracaso, y el día más feliz de los novios se convirtiera en un día desgraciado para recordar durante toda la vida. María sintió que su corazón se partía. Era una especialista en esto. Ya estaba acostumbrada a estas cosas: en la huida a Egipto, en la falta de posada, en la noche de Belén a punto del parto, en las miradas de sus paisanas cuando su vientre comenzó a abultarse por el embarazo y aún no había convivido con José, su esposo, según sus tradiciones. Era una experta en corazón partido. Y no pudo permanecer al margen de aquel sufrimiento que se avecinaba. Confiaba tanto en su hijo y en la fuerza que el Altísimo le había demostrado que solo él podía hacer algo, y, si podía, tenía que hacerlo. Así que se llenó de valor, como Judit ante Holofernes, como Ester ante el rey Asuero, su esposo, y se dirigió a su hijo: «Mira que no tienen vino».
La cara de Jesús se transformó de repente y dejó de hablar y de reír con sus discípulos y se puso serio y pensativo. «Bueno… ¿Y yo que tengo que ver con eso? No es mi problema».Pero María sabía, porque lo conocía bien, que ese no era el estilo de su hijo, y se dirigió a los criados con plena confianza para decirles:«Haced lo que él os diga».
¡Cómo nos conocen las madres! Hay en ellas un sexto sentido que las hace entrar en nosotros mismos y adivinar incluso nuestros pensamientos. Se adelantan a lo que necesitamos y nos sorprenden continuamente.
Estamos llenos de muchas cosas, pero no plenos; abundamos en experiencias y descubrimientos, pero nos falta el vino nuevo, que es lo esencial. Los ricos quieren más riqueza, los pobres prefieren un poco de amor, una casa, una compañía… un detalle de amor.
En ese instante, Jesús sintió que una nueva etapa comenzaba en su vida y que el Padre se la anunciaba a través de su madre. Había comenzado la hora de anunciar el Reino. Era el momento y la oportunidad.
Mi amigo y magnífico biblista Jaime Vázquez Allegue me ha hecho ver que la zona de Caná de Galilea no es tierra de vinos, con lo cual el milagro de la multiplicación es todavía mucho más significativo. Donde no hay vino, sino agua, el vino se multiplica.
Nos falta mucho vino también hoy en las familias, en la Iglesia y en la sociedad.
–Falta vino en mí.Miro a mis adentros y me descubro escaso de vino. Me contemplo y parezco una casa vacía y abandonada, llena de grietas y telarañas, destejada y con una alacena llena de trastos viejos y oxidados. Hay también debajo de la cama algunos sueños que no pudieron ser y algunas frustraciones que a veces duelen. Todavía quedan en una estantería de madera algunos libros envejecidos y llenos de polvo que ni leí ni quise prestar. No sé si me queda ya tiempo para leerlos o para regalarlos.
Soy un coleccionista de cosas inservibles. Un pequeño Diógenes que acumula aún pasiones extrañas, palabras hirientes que me alejaron de mis amigos, secretos inconfesables que tal vez necesito contar. Sandalias desgastadas y rotas de caminos que recorrí y metas que alcancé como peregrino.
Si abro el baúl que aún gu