INTRODUCCIÓN
La narrativa de la democracia y «la novela distinta»
Veinticinco años después
El 17 de noviembre de 1994 tuve la satisfacción de presentar la primera edición deRecóndita armonía en la Casa de Galicia de Madrid. Por casualidad, conservo dentro del ejemplar del libro la invitación al acto y algunas de las notas que fui tomando a lo largo de mi lectura para hacer la presentación.
Recóndita armonía me sorprendió entonces por muchas razones: la historia de amistad, matizada por una relación muy íntima y peculiar, que concentra equilibradamente años muy difíciles de la historia española del sigloXX; la voz que la transmite, con tanta gracia y tan segura naturalidad; los personajes, sus conductas y los sentimientos que se consolidan entre ellos a lo largo del relato, en los diferentes escenarios y tiempos; la mirada nada doctrinaria de un lugar del frente bélico, en la parte franquista, durante la terrible contienda civil...
Me pareció, y así lo expresé, un libro memorable desde muchos puntos de vista literarios y sociológicos.
Todavía vivíamos sin problemas extraordinarios en la España que había instaurado la Constitución de 1978, y todas las perspectivas y aspectos de la novela concordaban de tal forma con la libertad de pensar y expresarse en la realidad que nos rodeaba que ha sido necesario que transcurran veinticinco años para que mi relectura no sólo haya visto en ella todo lo que vi entonces, confirmando las lejanas apreciaciones y encontrando tan vigente como en aquella ocasión la construcción narrativa, la recreación histórica y la capacidad para integrar con notable equilibrio espacios personales y colectivos muy diferentes, sino que lo he descubierto todo ello marcado por la gracia de una escritora que representa, con afortunada capacidad creativa personal, muchos aspectos de la sensibilidad de toda una generación, la de la «narrativa de la democracia», precisamente.
Los antecedentes y la narrativa inicial de la democracia
Ese episodio español tan doloroso y sangriento, la guerra civil de 1936 a 1939 –que creo que, de algún modo, gravita todavía sobre nosotros– dispersó a numerosos escritores, abortando muchas fructíferas tendencias vigentes en los años treinta. Todo lo que vino después, la fúnebre posguerra –con sus graves restricciones y la implacable censura dictatorial– y el reverbero inevitable de la Segunda Guerra Mundial y de sus consecuencias, abrieron en España un período en la creación de ficciones muy determinado por aspectos poco literarios y dentro de una gran carencia cultural.
Narradores como Francisco Ayala, Rafael Dieste, Arturo Barea, Ramón Sender, Max Aub, Rosa Chacel, Manuel Andújar..., por citar sólo algunos nombres, dejaron España para intentar rehacer su vida en otros lugares. Frente a los escritores leales a la República, los comprensivos y hasta simpatizantes con el franquismo estarían representados en gente como Álvaro Cunqueiro, Tomás Borrás, Wenceslao Fernández Flórez, Edgar Neville, Samuel Ros..., quienes, sin embargo, perdieron la libertad con que antes se manifestaban. En la primera posguerra, cuando todavía viven Azorín y Pío Baroja, empiezan a despuntar nombres como Gonzalo Torrente Ballester o Camilo José Cela, y muy pronto aparecerá un grupo de nuevos escritores, entre los que debo destacar a Miguel Delibes, Ana María Matute y Carmen Laforet, que fueron consiguiendo construir su narrativa dentro de los estrechos márgenes de la época.
El tiempo pasa –es obligada su revisión vertiginosa– y llegaremos al llamado «Grupo del Medio Siglo». Puede ser sorprendente que, dentro de las limitaciones culturales y ambientales del franquismo, muchos de estos escritores empezasen a dar a conocer sus obras en publicaciones del Régimen, que, por otra parte, monopolizaba los medios de comunicación. Si se me permite una cita propia, acaso la tendencia «social» del imaginario de los escritores de aquel momento escribía ficciones, pero «no creaba fricciones importantes», en principio, con el estricto «nacional-catolicismo franquista».
De hecho, en aquellas duras condiciones lograron imponer su estética escritores considerables como, además de los citados, Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite o Medardo Fraile... Unos presentan más preocupación «social» que otros, pero el sentimiento de lo humano y sus adversidades como materia narrativa es común a todos. La nómina de autores es tan copiosa que queda incompleta aunque se cite también a Juan Benet, Juan García Hortelano, Fernando Quiñones, Francisco García Pavón, etcétera.
A esta generación sucede la de otros autores como Juan Marsé, Antonio Martínez-Menchén, Daniel Sueiro, Juan Goytisolo, Francisco Umbral, Manuel Vicent o Manuel Vázquez Montalbán, y por entonces publica sus primeras obras un jovencísimo Javier Marías. Hay que recordar también que, en aquel tiempo, comienza a difundirse en España lo que luego sería conocido como elboom latinoamericano, sobre todo gracias a las figuras de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.
En los últimos años de la dictadura, la mayoría de estos autores siguen en activo y algunos de los exiliados empiezan a regresar a España. Acaso el ejemplo de exiliado irreductible sea el de Max Aub, español vocacional que hizo un breve viaje de vuelta a España para escribir un testimonio desolador. Debo recordar también que aquellos tiempos terminales conocieron un estéril debate literario entre los paladines del llamado «realismo social» y los defensores de un experimentalismo verbal y formal que llegó a predicarse como «la destrucción del lenguaje».
A la muerte de Franco, cuando surgen en España las ilusiones democráticas, hubo algunos críticos y estudiosos que esperaban que saliese de su escondrijo «la novela distinta», la que no habría podido ser publicada por culpa de la censura. La expectativa era ingenua, porque el soñado espécimen no existía ni podría existir: el laboratorio de la literatura nunca puede estar desconectado del fluir mismo de la realidad, y aquélla era demasiado restringente... Por otra parte, incluso esos momentos no parecían propicios a la literatura, sino al libro de carácter político, pues en la recuperación paulatina de la libertad de expresión esta materia gozó de cierta predilección ciudadana.
No obstante, quiero remontarme a aquellos tiempos lejanos para formular una breve memoria de la narrativa en los años de la naciente democracia. Se señalaLa verdad sobre el caso Savolta (1975), de Eduardo Mendoza, como libro especialmente significativo en lo que pudiera consi