PELIGRO: RELIGIÓN
Avanzábamos los cuatro, lenta y penosamente, a través de la nada. Debíamos de formar un grupo extraño.
Al frente iba Royal Meacher, mi hermano, todo brazos largos y manos huesudas en lucha contra el viento, para no perder su manto, una capa harapienta cuya posesión retenía con tanto esfuerzo como la de su autoridad. La brisa del norte, al proseguir su rumbo, zarandeaba la silueta de Turton, nuestro pobre Turton, el viejo mutante; su tercer brazo y la pierna adicional, completamente inútiles, se combinaban con la chaqueta negra para darle, ante quien lo mirara desde detrás, el aspecto de un escarabajo. Turton llevaba al hombro a Cándida, en una posición sumamente incómoda.
Ella todavía chorreaba. El pelo le colgaba como una cinta ajada. La oreja izquierda golpeaba a cada paso la costura central de la chaqueta de Turton; mientras tanto, el ojo derecho parecía mirar a ciegas en mi dirección. Cándida es la cuarta mujer de Royal.
Yo soy Sheridan, el hermano menor. Aquella mirada fija me hacía sentir traicionado; tenía la esperanza de que el mismo balanceo de la marcha le cerrara el ojo en algún roce, cosa que habría sido probable de no estar la mujer cabeza abajo.
Avanzábamos hacia el norte, hacia los molares del viento, por una ruta angosta y muy recta. Parecía no conducir a ninguna parte, pues frente a nosotros, a pesar de las ráfagas, se levantaba una miasmática neblina. El camino corría a lo largo de un dique recién construido, cuyos lados eran de tierra desnuda. Ese dique separaba una extensión de mar, que se abría a ambos costados.
A la derecha el agua era visiblemente menos tranquila que a la izquierda, en esta última el cuerpo acuático ya había sido separado de sus orígenes por un malecón. Al sector derecho le esperaba el mismo destino.
Más allá, casi en el límite de nuestra vista, se veía otro dique en dirección paralela al de nuestro lado. El océano estaba sufriendo una división en parcelas. A su debido tiempo, según progresaran las obras de avance, las parcelas se drenarían y el mar se abriría en charcos; esos charcos acabarían en cieno, y el cieno, en tierra fértil; ésta, a su vez, en verduras. Y las verduras... ¡Ah, sí! Las verduras, una vez ingeridas, se convertirían en carne. Por eso habrían fantasmas de hombres futuros en aquellas dos mitades de mar, una con oleaje, la otra rizosa.
Sin cesar en mi avance tras el rastro mojado que dejaban el pelo y las ropas de Cándida, miré hacia atrás por encima del hombro. La vasta pira funeraria de la que nos alejábamos se perdía en la distancia; el horno ya no era sino una diminuta pipa negra coronada por llamas. Ya no sentíamos su calor, no nos llegaba el olor de los cuerpos incinerados; pero sus efluvios perduraban en nuestra memoria. Royal seguía hablando sobre el tema, entre citas al azar, según su costumbre; parecía conversar con el viento.
–Es digno de hacerse notar: los parsimoniosos holandeses reclaman al mismo tiempo la tierra y los muertos, en una sola operación. Y esos horripilantes cadáveres, emponzoñados por el mar y por las radiaciones, constituirán excelentes fertilizantes una vez reducidos a cenizas. ¡Qué conveniente y preciso! La cuchilla de Occam hila muy fino, amigos míos; los restos obscenos de una reacción química sirven de comienzo a la otra. «Maravilloso es el plan según el cual fue sabiamente ordenado éste, el mejor de los mundos». Con cuarenta mil holandeses muertos, en cinco años se podría lograr una buena cosecha de repollos, ¿verdad, Turton?
El hombre, ya vencido por los años, replicó:
–Antes y durante las dos últimas guerras aq