CAPÍTULO I
El capitán Henry Willsen, de la Media Compañía de Esbirros de Su Majestad británica, más formalmente conocido como el 50.º regimiento del Kent Occidental, bloqueóin extremis el sable de su oponente. Había armado atropelladamente el gesto. Al haber quedado muy baja, la mano izquierda había hecho que la hoja de su chafarote se elevara y adquiriera esa posición a la que los maestros de esgrima dan el nombre dequarte base, lo que explica que los espectadores avezados se percataran perfectamente de que la parada había sido bastante pobre. Un murmullo de asombro inquietó el aire, porque Willsen era bueno con la espada. Muy bueno. Había estado atacando, pero ahora se veía a las claras que no había acertado a prever con suficiente rapidez la contra de su espigado adversario y que no tenía más remedio que batirse desorganizadamente en retirada. El duelista de mayor estatura arreció en sus embestidas, barrió la cuarta baja y comenzó a batir el hierro de tal forma que Willsen se vio obligado a retroceder con tanta prisa que sus zapatillas rascaron el entarimado con un estridente chirrido entrecortado, pese a estar embadurnado a conciencia con jaboncillo de sastre. El propio grito del calzado sobre la madera deslizante era una confesión de pánico. El acero de los contendientes volvió a chocar con fuerza, el hombre alto dio un brusco paso adelante, haciendo relumbrar la hoja, que chillaba al extremo del brazo distendido al máximo, mientras Willsen, aparentemente desesperado, respondía a duras penas a aquel fraseo de armas, hasta que, de repente, con tan veloz aceleración que los asistentes apenas pudieron seguir el raudo arco del estoque, se hizo a un lado y dirigió el filo a la mejilla del competidor. Parecía una respuesta floja, ya que había sido más un golpe de muñeca que un alcance a fondo, pero la fuerza y la sorpresa del tajo habían sido tales que el grandullón perdió el equilibrio. Se tambaleó, con la mano izquierda desmayada, y Willsen aprovechó la ocasión para tocarle el pecho suavemente con la punta del acero hasta hacerlo rodar por tierra.
–¡Basta! –aulló el capitán de armas.
–¡Por los clavos de Cristo! –exclamó el caído antes de lanzar un golpe con la parte plana de la cuchilla a los tobillos de Willsen en un acceso de rabia. El triunfador frenó sin dificultad la finta ofensiva y se limitó a abandonar la sala.
–¡He dicho que ya está bien! –bramó de nuevo el aristócrata.
–¿Cómo demonios ha hecho eso, Willsen? –escupió lord Marsden mientras extraía la cabeza del casco de cuero acolchado de careta metálica que le había resguardado el rostro–. ¡Iba usted de culo y le tenía acorralado...!
Willsen, que había planeado toda la comedia tras realizar aquellaquarte basse deliberadamente lacia, respondió con una muda inclinación y añadió con sorna:
–¿Será tal vez que sólo me ha asistido la fortuna, señor mío...?
–Ahórrese la condescendencia, caballerete –soltó destempladamente lord Marsden mientras se incorporaba–. ¿Dónde ha estado el fallo?
–Se ha zafado muy lentamente de la sexta,1 señor.
–¡Vaya que sí...! –gruñó lord Marsden. Pese a ser un hombre orgulloso de su habilidad, tanto con el florete como con el sable, era muy consciente de que Willsen le había superado fácilmente al fingir el alocado gimoteo de quien retrocede. Su señoría miró con mala cara al rival, pero al darse cuenta de que se estaba mostrando grosero se rehízo, encajó el arma en hueco del sobaco y tendió la mano al ganador–. Es usted rápido, Willsen, jodidamente rápido...
El puñado de personas que asistían al choque aplaudieron aquella muestra de deportividad, haciendo resonar la atmósfera del Salón de Armas de Horace Jackson, un recinto sito en la londinense calle Jermyn al que acostumbraban a acudir los hombres pudientes para instruirse en las artes del pugilismo, la esgrima y el tiro con pistola. Se trataba de un vestíbulo de techos altos con espeteras para espadas y sables por todo mobiliario y una fragante mezcla de tabaco y linimento flotando en el ambiente. La decoración se limitaba a unos cuantos carteles con la imagen de distintos mastines, caballos de carreras y boxeadores profesionales. Las únicas mujeres de la sala eran las encargadas de servir bebidas y refrigerios a los parroquianos, o las que trabajaban en los cuartitos de la entreplanta asomada al vasto gimnasio, célebres por sus lechos blandos y sus elevados preci