CAPÍTULO 2
Si alguien tenía necesidad de un símbolo de derrota inmi -
nente, la iglesia de San Pablo de Celorico, el cuartel general provisional del South Essex, se lo proporcionaba. Sharpe se quedó en el coro observando cómo el cura encalaba una reja magnífica. La reja era de plata maciza, antigua y trabajada, una ofrenda de algún feligrés ya olvidado, los rostros de cuyos familiares se reproducían en los de las mujeres y discípulos que se lamentaban mirando fijamente hacia el crucifijo. El cura, situado sobre un caballete y con la cal chorreándole por la sotana, miró a Sharpe y luego la reja y se encogió de hombros.
–La última vez tardamos tres meses en limpiarla.
–¿La última vez?
–Cuando se fueron los franceses.
La voz del cura era amarga y dio unas ligeras pinceladas toscas sobre finas tracerías.
–Si hubieran sabido que era de plata, la hubieran cortado a trozos y se la hubieran llevado.
Salpicó la imagen clavada y colgada con un manotazo de pintura, y entonces, como para disculparse, se cambió la brocha a la mano izquierda de manera que la derecha pudiera hacer mecánicamente la señal de la cruz sobre el hábito salpicado.
–Tal vez no lleguen tan lejos.
Eso resultaba poco convincente, incluso para Sharpe, y el sacerdote no se molestó en responder. Simplemente dejó ir una risa forzada y sumergió la brocha en el cubo. «Lo saben –pensó Sharpe–, todos ellos saben que vienen los franceses y que los británicos retroceden». El cura le había hecho sentirse culpable, como si él personalmente estuviera traicionando la ciudad y a sus habitantes, y se fue por entre la oscuridad de la iglesia hacia la puerta principal, donde el oficial de intendencia del batallón supervisaba cómo se amontonaba el pan recién hecho para las raciones de la cena.
La puerta se abrió de golpe, dejando entrar el último sol del atardecer, y Lawford, vestido con su mejor y más brillante uniforme, llamó a Sharpe.
–¿Listo?
–Sí, mi coronel.
El mayor Forrest esperaba fuera y sonrió nervioso a Sharpe.
–No se preocupe, Richard.
–¿Preocuparme?
El honorable teniente coronel William Lawford estaba enojado.
–Debería estar bien preocupado –dijo mirando a Sharpe de arriba abajo–. ¿Es eso lo mejor que tiene?
Sharpe se tocó el desgarrón en la manga.
–Es todo lo que tengo, señor.
–¿Todo? ¡Qué me dice de aquel uniforme nuevo! Dios mío, Richard, parece un vagabundo.
–El uniforme está en Lisboa, mi coronel. Lo tengo de reserva. Las compañías ligeras han de viajar con poco equipaje.
Lawford soltó un resoplido.
–Y tampoco deberían amenazar a la policía militar con fusiles. Venga, no queremos llegar tarde.
Se encajó el tricornio en la cabeza y devolvió el saludo a los dos centinelas que habían escuchado, divertidos, su bravata.
Sharpe levantó la mano.
–Un momento, coronel.
Le sacudió una imaginaria mota de polvo en la insignia de oro del regimiento que el coronel llevaba sobre la faja blanca atravesada. Era una insignia nueva que Lawford había encargado después de lo de Talavera, y que constaba de un águila encadenada: un mensaje dirigido al mundo de que el South Essex era el único regimiento de la península que había capturado un estandarte francés. Sharpe retrocedió satisfecho.
–Así está mejor, mi coronel.
Lawford captó la indirecta y sonrió.
–Es un bastardo, Sharpe. El que haya capturado un águila no quiere decir que pueda hacer lo que quiera.
–¿Y en cambio cualquier idiota que vaya disfrazado de policía militar sí puede?
–Sí –dijo Lawford–. Así es. Vamos.
A Sharpe le resultaba extraño que siendo Lawford el compendio de todo lo que a él le desagradaba respecto a privilegios y riqueza, sin embargo le gustara y se alegrara de servirle. Tenían la misma edad, treinta y tres, pero Lawford siempre había sido oficial, nunca se había preocupado del ascenso, y nunca mostraba interés por saber de dónde saldría el dinero del año siguiente. Siete años antes, Lawford era teniente, y Richard Sharpe, su sargento, ambos habían luchado en la India contra los mahrattas, y el sargento había hecho que el oficial se mantuviera con vida en las mazmorras del sultán Tippoo. En agradecimiento, Lawford le enseñó al sargento a leer y a escribir, y así lo capacitó para un ascenso si alguna vez era lo bastante imprudente como para protagonizar un acto de v