OBERTURA
PRIMER MOVIMIENTO
El orgullo de Madeleine Pelletier no le permitía girar sobre sus talones y alejarse de aquel edificio de pesadilla. Un silencio irreal la envolvía mientras rodeaba los gruesos muros, en los rincones a los que la luz de la luna no llegaba. Buscaba la puerta de servicio.
Se le había ocurrido acudir a la cita vestida de varón para evitar suspicacias. Si descubrían a una mujer vagando por las calles a esas horas de la noche, estaría en un buen apuro. Aunque, en ese año de 1892, fingir ser un hombre la llevaría a la cárcel; o peor, al edificio al que estaba a punto de entrar.
Llevaba un abrigo largo con solapas y la corbata a modo de una flor oscura entre ellas. El sombrero gris detweed bien calado cubría el moño con el que se había recogido la melena. Nunca le había dado mucha importancia a su figura, pero, ahora, que los pantalones no le marcaran las curvas le parecía una ventaja.
Mientras se acercaba, creía escuchar los gritos de las pacientes allí recluidas, avivada su imaginación por las historias que entre susurros y al abrigo del fuego recorrían París. El hospital de la Pitié-Salpêntrière había sido primero una penitenciaría para prostitutas, y ahora lo era para las locas. Allí agonizaban las desahuciadas, las repudiadas o aquellas a las que habían querido dejar en el olvido. Las comadres chismorreaban, con los ojos desorbitados y una sonrisa entre el morbo y el horror, que los doctores las torturaban y experimentaban con sus cuerpos para intentar comprender sus mentes rotas.
Madeleine apretó el paso. Evitaba mirar hacia los ventanales, encerrados en una oscuridad que intentaba abrirse paso entre las juntas de la madera, tras los que imaginaba cientos de ojos observándola, vigilantes y agresivos, conocedores de la invasión de sus dominios. Como futura estudiante de Medicina, creía en la ciencia para curar las enfermedades y estaba preparada para enfrentarse a ellas. Excepto a la pérdida de la cordura. Los locos le producían un miedo cerval. Se secó con el pañuelo las gotas de sudor frío que le rizaban el cabello en la nuca.
Tenía ganas de terminar con aquello. Alargó las zancadas; casi corría, aunque el taconeo de sus propias botas contra el asfalto la sobresaltara.
Todo había comenzado el miércoles anterior. Una niña inocente encerrada entre sórdidas paredes. Eso explicaron tras uno de los discursos sobre el sufragio femenino en un cobertizo a orillas del Sena. Y ella se ofreció voluntaria. En esos círculos en defensa de los derechos de la mujer halló su razón para luchar tras huir de una madre dominante y un padre borracho. Aquellas mujeres la apoyaban, e incluso la habían convencido de cursar el bachillerato. Por eso estaba muy ilusionada; quería entrar en la Universidad de Medicina y necesitaba devolverles de algún modo la confianza que habían depositado en ella, contribuir a la causa. Sin embargo, ahora, inmersa en la oscuridad, a punto de traspasar aquellos muros con sus falsas líneas elegantes y esa aura amenazadora, sólo el sufrimiento de esa pequeña se anteponía al terror que le recorría las entrañas.
Perdió de vista la cúpula recortada contra el cielo estrellado cuando alcanzó la puerta de servicio, y llamó con el número de golpes acordados. Retuvo el aire en los pulmones mientras la hoja giraba sobre sus goznes.
–¡El hospital está cerrado!
Madeleine se sorprendió por un momento. Y entonces entendió: esperaban a una mujer.
–Soy la sufragista –susurró con su voz más dulce.
Un ojo entrecerrado la observó durante unos instantes, y la acusación sin pronunciar flotó a través del resquicio abierto.
–¡Llega tarde! ¿Por qué demonios va vestida así? Esto nos complica muchísimo las cosas...
Madeleine musitó una disculpa. Por su mente cruzó la imagen del libro de anatomía en que había estado enfrascada hasta que se percató de la hora. Estudiaba sin descanso, pues debía aprobar los exámenes para acallar a ciertos profesores y compañeros. Pero una punzada de culpabilidad le hizo apretar los labios; también debía comprometerse más con la causa. No volvería a fallar.
La puerta se abrió del todo, y una fuerza inesperada tiró de su cuerpo hacia el interior. La mujer que la esperaba dentro era tan diminuta que apenas llenaba