Prólogo
Berlín, 19 de diciembre de 1939
No hacía mucho que había empezado la fiesta de Navidad. Serían las ocho y media de la tarde, cuando aparecieron Gerda Korzeny y su acompañante. Una gruesa capa de nieve cubría las calles, y se sacudieron las botas para desprender el hielo antes de entrar en el vestíbulo, donde una doncella les recogió los abrigos y los gorros de piel. Gerda se quitó las botas y, tras dejarlas junto a la puerta, sacó de una bolsa unos zapatos de vestir con tacón y se los puso. Se miró en el espejo colgado en la pared del vestíbulo. Se alisó el vestido de cóctel, levantó los brazos y se pasó las manos un poco por el pelo, ordenándolo y colocándolo bien con las yemas de los dedos. Vio que su compañero sonreía detrás de ella, e hizo un mohín.
–Así está mejor –dijo ella–. Ya me siento más persona.
Él le sonrió y, agarrándola por el codo, se colocó a su lado. Ofrecía una imagen inmejorable con las botas negras relucientes y el uniforme pulcramente planchado.
–Hacemos muy buena pareja –dijo ella, levantando una mano enguantada para acariciarle la mejilla–. Lástima que no estemos casados. Entre nosotros, al menos.
La sonrisa de él desapareció mientras la conducía a través del gran vestíbulo. Ya estaban allí la mitad de los invitados; más de un centenar de personas pertenecientes a la alta sociedad de la ciudad se reunían en pequeños grupos, de pie, bajo la brillante lámpara de araña que iluminaba la enorme sala. Camareros con chaquetillas blancas y camareras con delantal llevaban bandejas llenas de copas de champán de un lado a otro.
Las conversaciones y risas hacían eco en las altas paredes, mientras Gerda examinaba a la multitud en busca de caras familiares. Había personas de la industria cinematográfica a las que conocía por los años en que había sido una estrella de los estudios de la UFA. Algunos eran actores, como Emil Jannings, el hombre corpulento de frente amplia que se reía a carcajadas. También reconoció a algunos directores, así como a productores, guionistas y compositores. Desgraciadamente, muchos habían emigrado hacía mucho tiempo. La mayoría a Hollywood y algunos a otras naciones europeas, donde era menos probable que la política o la religión les supusieran problemas con las autoridades.
Además de la gente de la industria del cine, reconoció a artistas y escritores, a figuras destacadas del mundo del deporte y a los ricos alemanes que les hacían de mecenas, como el conde Harstein, en tiempos patrocinador del equipo de coches de carreras de los Silver Arrows. También había muchos invitados vestidos con el uniforme del ejército, la marina y las fuerzas aéreas, así como representantes del partido del Gobierno. Uno de estos últimos, un oficial de las SS, le devolvió la mirada con expresión fría.
–Dios mío, ese baboso de Fegelein está aquí... –murmuró Gerda, volviéndose hacia su compañero–. Por favor, procura que no se acerque a mí.
–¿Por qué?
–Porque, mi querido Oberst Karl Dorner, es un hipócrita odioso que me llamará la atención por engañar a mi marido; eso primero, y luego intentará seducirme. Preferiría no tener que aguantarlo esta noche.
–¿Y qué quieres que haga yo?
–Pu