Dos
Suguro se hallaba conversando de su próxima obra con Kurimoto, que vestía como un banquero, con una elegante corbata. Aun cuando no hubiera proyectos de trabajo que tratar, Kurimoto, que no bebía ni fumaba, acudía invariablemente a visitar a Suguro. Parecía considerarlo un deber más de un director literario, y cada vez que Suguro veía aquel rostro serio y honesto pensaba cuánto mejor habría sido para Kurimoto dedicarse a dar clases en algún instituto.
De pronto, un aspirador se puso en marcha en la habitación contigua.
–¿Está aquí su esposa?
Evidentemente, a Kurimoto le había sobresaltado el ruido, pues creía que él y Suguro estaban solos en el estudio.
–No es mi esposa. Es una estudiante de instituto que hemos contratado. Está en segundo grado.
–¿Segundo grado?
Suguro le explicó con pormenores las circunstancias por las que Mitsu había entrado a trabajar allí, hablando en voz baja pese a que era imposible que Mitsu pudiera oírles desde la estancia de al lado con el estruendo del aspirador.
–Es más inocente de lo que parece. Dice que en Harajuku hay hombres que seducen a sus compañeras de curso.
Kurimoto permaneció en silencio unos instantes. Después, de pronto, preguntó:
–¿Qué hizo usted con la postal?
–¿La postal?
–La que le envié... Ya sabe, esa postal.
–¡Ah! Me deshice de ella, naturalmente. –Suguro había dado por supuesto que Kurimoto habría olvidado el incidente y, cuando el director literario le interrogó al respecto con aire solemne, la pregunta le pilló desprevenido–. No vi ninguna razón para acudir a la exposición.
–Casualmente, yo estuve allí. –Kurimoto volvió la mirada hacia los ojos de Suguro–. Creí mi deber descubrir qué clase de mujer era. Por si intentaba crearle más problemas.
–¿Y?
–Era cierto que inauguraban una exposición. Muy cerca de la calle Takeshita.
Kurimoto parecía haber visitado la galería de arte en un esfuerzo por proteger la reputación del escritor con el que trabajaba, pero Suguro no lo consideró un favor. Deseaba librarse del recuerdo del incidente en la recepción lo antes posible, y no tenía el menor deseo de que el tema surgiera de nuevo.
–¿Estaba allí la mujer?
–No. Había otra mujer con gafas al cuidado de la galería. Según dijo, ella también era pintora.
–¿Qué tipo de cuadros eran?
–Todos estaban cargados de sonido y de furia, y todos estimulaban al público. Había uno de un feto en el útero... En realidad, los cuadros tenían un aire grotesco, espectral. Algo inestables, indigestos...
–Así los imaginaba –asintió Suguro, a quien las descripciones de Kurimoto resultaban fáciles de concebir–. No era muy difícil de imaginar, a la vista del tipo de mujer que los ha pintado.
–Había un retrato de usted.
–¿Mío... ?
–Ella lo mencionó en la r