I. RÉQUIEM
«Señor, concédeles el descanso eterno,
y que la luz perpetua los ilumine.
Te alaban solemnemente en Sión y te ofrecen
sacrificios en Jerusalén...».
9:15 horas
En la cubierta de un navío que está descargando tinajas de aceite y carcasas de ganado en un almacén del muelle sobre el Tajo, un marinero lanza un vistazo a las siete colinas de la capital del reino de Portugal, y otro a los retazos de la niebla color zanahoria que se dispersa en la brisa del nordeste. Hoy es el día de Todos los Santos y la aduana no ha abierto, pero la tripulación está en pie desde antes del amanecer, hace tres horas y media, cuando al fin se pudo echar el ancla: esa mañana, la marea se ha retrasado dos horas.
Es día de fiesta y de feria; amén de las banderolas de colores tendidas sobre las calles, se oye el bullicio de barateros, vendedores de escapularios y sardineras. El marinero alza la cara –que exhibe una estrella tatuada con pólvora– hacia el sol que inunda la Explanada o «Terreiro do Paço» ante el palacio del rey, y aspira el tufillo a brea y asado: no ve el momento de saltar a tierra y aprovechar su día de permiso.
Lleva una cajita de madera en el bolsillo: siente que hormiguea y le quema las calzas. Su instinto le dice que quizá valga un tesoro... Conoce a un noble que aprecia rarezas como aquella, pues ya le ha vendido otras que le ha traído de sus viajes.
Si acierta, a cambio recibirá bastante dinero para pagarse un caldero de guisote y una juerga en la calle del Capellán, conocida por los marinos comola calle puerca por los puteríos que alberga.
Allí delante, la campana de Santa Justa da los cuartos: si se apresura, podrá atravesar el barrio del centro que llaman Baixa, cruzar el Rossio, llegar a la plaza al norte de la ciudad donde habita el coleccionista y disfrutar de su recompensa antes de que cambie la marea.
9:16 horas
A un minuto a pie del muelle, cruzando la Explanada hacia el oeste, un martilleo que no ha cesado en toda la noche y continúa pese a ser sábado de fiesta resuena dentro de un coloso de siete pisos hecho de mármol, con bóvedas pintadas con frescos y columnas recubiertas de oro.
Es la Ópera del Tajo, inaugurada hace exactamente siete meses: es el corazón del reino, como la Patriarcal es su alma y el palacio es su cabeza. El rey, melómano y mecenas gracias al maná de oro que fluye de las colonias, no ha escatimado medios para edificar ese templo a las musas y desde entonces, virtuosos y divos orbitan en torno a Lisboa como antes lo han hecho en Madrid, Nápoles o París.
Dentro de tres días se estrenaráAntígono, una fantasía de venganza y pasión en la Antigüedad escrita por Metastasio a la que asistirá toda la corte. Como un niño que quiere saber qué regalos recibirá en Navidad, el rey ha espiado un ensayo días antes, oculto tras la cortina de un palco, mientras los músicos fingían ignorar su presencia.
Los nervios afloran y las disputas retumban en el foso de la orquesta, donde el compositor, Antonio Mazzoni, se pelea con el director, David Perez, por el ritmo de una fuga. Entretanto, el arquitecto del teatro y diseñador del decorado, Giovanni da Bibiena, dirige a los tramoyistas que ensamblan la acrópolis del rey de Macedonia; en el escenario, el tenor Gregorio Babbi se enfunda su silueta de bailarín en una coraza de hojalata.
–¿Qué hacéis aquí, señor? Os creía cantando en Santarém –se sorprende Perez al ver entrar alcastrato Caffarelli, la voz de Dios para sus adoradores yEl Caprichoso para los músicos que sufren sus rabietas. Esta vez, el divo canta el papel de un protagonista, Demetrio.
–Yo también, pero me desperté con pereza –responde éste, alzando sus hombros de atleta y echando atrás su melena de león: sin más, empieza a calentar la voz improvisando variaciones sobre un aria que hace brotar lágrimas de arrobo en los presentes. Pronto se le unen los gorgoritos de otrocastrato–. ¡Ah, no, Luciani! Otra nota en falso y, aunque seáis la estrella, juro que os daré tal tunda que ya solo podréis cantar con las sardineras del mercado.
Domenico Luciani, que interpreta a la princesa Berenice, le tira la partitura a la cabeza. Y así, entre pullas y blasfemias, se ponen a afinar todas las tesituras de voz de varón, desde el bajo hasta loscastrati de coloratura, pues ninguna hembra puede poner un pie en escena como cantante, bailarina o música; solo niños o actores pueden interpretar a ninfas y pastoras. Así ha sido siempre, y así será mientras la Ópera del Tajo exista.
9:17 horas
A diez minutos de la Ópera, subiendo por la calle de San Pablo al noroeste detrás del río, el teniente Bartolomeu de Sousa, de diecisiete años, suspira en su puesto de vigilancia en la Casa de la Moneda y se pasa la mano por la cara ansiando que le brote al fin la barba. Por un momento, desea convertirse en uno de los zagales que pasan a la carrera ante su garita de oficial, brincando y chillando entre risas.
El muchacho rumia una brizna de heno: faltan horas hasta que finalice su guardia y la de los reclutas a su cargo. No le importa perderse el mi