Capítulo 1
LA CARTA
He leído historias de hombres que, obligados por su cargo a vivir durante largos períodos en la más completa soledad, salvo por la visión de algunos rostros atezados, tomaron como norma el vestirse formalmente para la cena con el fin de mantener su pundonor y no sumirse en la barbarie. Con un espíritu semejante y cierta timidez, procedía a arreglarme en mis habitaciones de Pall Mall a las siete de la tarde de un 23 de septiembre de no hace muchos años. Pensé que el lugar y la fecha justificaban el paralelismo, incluso para ventaja mía, porque el oscuro administrador birmano bien puede ser un hombre de roma sensibilidad y de índole vulgar, pero al menos está solo en medio de la naturaleza, mientras que yo..., bueno, a un joven distinguido y de buena posición que trata a gente importante, pertenece a los mejores clubes y tiene el futuro asegurado, posiblemente brillante, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, se le podrá excusar cierta sensación de martirio complaciente cuando, con su vivo aprecio por las efemérides sociales, se ve condenado a la extrema soledad de Londres en septiembre. He dicho «martirio», pero en realidad el caso era infinitamente peor. Porque, como todo el mundo sabe, el sentirse como un mártir es algo placentero y la auténtica tragedia de mi situación consistía en que ya había superado esa etapa. Había disfrutado de todos los deleites que podía ofrecerme en un grado que no dejó de menguar desde mediados de agosto, cuando los vínculos aún eran cercanos y abundaba la simpatía. Fui consciente de que me habían echado de menos en la fiesta de Morven Lodge. La propia lady Ashleigh me lo comunicó de la forma más amable cuando me escribió para acusar recibo de la carta en que le explicaba, con sobria y eficaz reserva de lenguaje, que las circunstancias me obligaban a permanecer en mi despacho. «Sabemos lo ocupado que debe de estar en estos momentos –me decía– y espero que no trabaje demasiado; todos lo echaremos mucho de menos». Los amigos se marcharon uno tras otro a practicar deportes al aire libre, prometiendo escribirme y expresándome su compasión con cierta burla, y a medida que iban abandonando el barco que se hundía yo encontraba un placer sombrío en mi desgracia; casi disfruté por completo una semana o dos después de que mi mundo terminara de esfumarse en el aire, esparciéndose a los cuatro vientos. Después de las horas de oficina había excursiones por el Támesis y cosas por el estilo, pero el río me desagrada en cualquier época por su ruidosa vulgaridad, especialmente en esa temporada. De modo que me aparté de la brigada del aire libre y decliné la invitación de H... para compartir una casita de campo junto al río y volver a la ciudad por la mañana. Pasé uno o dos fines de semana con los Catesby en Kent, pero no me sentí inconsolable cuando alquilaron la casa y se marcharon al extranjero, porque descubrí que aquellas compensaciones parciales no me satisfacían. Una sed pasajera, que imagino han compartido muchos, por ese fascinante tipo de aventuras que se describen en lasNuevas mil y una noches me condujo durante unas cuantas veladas a unos dudosos tugurios del Soho y de más hacia el este, pero se apagó del todo una sofocante noche de sábado tras una hora de inmersión en el hediondo ambiente de un vulgar teatro de variedades de Ratcliffe Highway, donde me senté al lado de una mujer corpulenta que se quejaba del calor y se refrescaba a intervalos frecuentes con una botella de cerveza tibia que compartía con un niño pequeño.
En la primera semana de septiembre abandoné todos los paliativos y me instalé en la deprimente pero digna rutina del despacho, del club y de mis aposentos. Y entonces llegó la prueba más dura, porque comprendí la horrible verdad de que el mundo que yo creía tan indispensable podía, después de todo, pasar sin mí. Estaba muy bien que lady Ashleigh me asegurase que se me echaba mucho de menos, pero una carta de F..., que fue uno de los asistentes a la fiesta, escrita «apresuradamente, porque acabo de empezar a cazar», y que recibí como respuesta tardía a una de mis misivas más ingeniosas, me hizo comprender que la fiesta se había resentido muy poco de mi ausencia, y que sobre mi persona se habían desperdiciado pocos suspiros, incluso en ese grupo donde me sentía discretamente incluido por e