I
—¡Fernand, por lo que más quieras, deja de caminar!
Ravinel se detuvo ante la ventana, apartó la cortina. La niebla se hacía más densa. Era amarilla en torno a las farolas que alumbraban el muelle, verdosa bajo los faroles de gas de la calle. A veces se hinchaba en volutas, en gruesas humaredas, otras veces se tornaba polvo de agua, lluvia finísima donde las gotas brillaban suspendidas. El castillo de proa del Smoelen aparecía confusamente entre huecos de bruma, con los ojos de buey iluminados. Cuando Ravinel se quedaba quieto, se oía, a bocanadas, la música de un fonógrafo. Sabían que era un fonógrafo porque cada tema duraba unos tres minutos. Había un silencio muy breve. Lo que se tardaba en dar la vuelta al disco. Y la música volvía a empezar. Venía del carguero.
—¡Es peligroso! —observó Ravinel—. ¿Y si alguien ve a Mireille entrar aquí?
—¡Qué va! —dijo Lucienne—. Va a tomar muchas precauciones. Y, además, son extranjeros... ¿Qué iban a contar?
Ravinel limpió con la manga el cristal que su aliento cubría de vaho. Su mirada, al pasar por encima de la reja del minúsculo jardincillo, descubría a la izquierda un punteado de luces pálidas y extrañas constelaciones de fuegos rojos y verdes, unos similares a pequeñas ruedas dentadas, como llamas de cirios al fondo de una iglesia, otros casi fosforescentes como luciérnagas. Ravinel reconocía sin dificultad la curva del muelle de la Fosse, el semáforo de la antigua estación de la Bolsa y el farol del paso a nivel, la linterna colgada de las cadenas que, por la noche, impiden el acceso al transbordador, y las luces de posición del Cantal, el Cassard y el Smoelen. A la derecha comenzaba el muelle Ernest-Renaud. El fulgor de una farola caía en reflejos lívidos sobre los raíles, revelaba un pavimento mojado. A bordo del Smoelen, el fonógrafo tocaba valses vieneses.
—Tal vez tome un taxi, al menos hasta la esquina —dijo Lucienne.
Ravinel soltó la cortina, se dio la vuelta.
—Es demasiado ahorradora —murmuró.
Otra vez el silencio. Ravinel comenzó a deambular de nuevo. Once pasos de la ventana a la puerta. Lucienne se limaba las uñas y, de cuando en cuando, alzaba la mano hacia la lámpara, la giraba lentamente como si fuera un objeto valioso. Seguía con el abrigo puesto, pero había insistido en que él se pusiera la bata, se quitara el cuello y la corbata y se calzase las zapatillas.
—Acabas de llegar. Estás cansado. Te pones cómodo antes de comer... ¿Entiendes?
Entendía perfectamente. Demasiado bien, incluso, con una especie de lucidez desesperada. Lucienne lo había previsto todo. Cuando él se disponía a sacar un mantel del aparador, lo regañó con su voz ronca, acostumbrada a dar órdenes.
—No, sin mantel. Acabas de llegar. Estás solo. Comes sobre el hule, deprisa.
Ella misma había puesto la mesa: la loncha de jamón, envuelta en el papel, arrojada con descuido entre la botella de vino y la de agua. La naranja estaba puesta sobre la caja de camembert.
«Bonita naturaleza muerta», había pensado él. Y se quedó, largo tiempo, helado, incapaz de moverse, con las manos sudorosas.
—Falta algo —comentó Lucienne—. Vamos