Capítulo 2
MANERAS DE MIRAR
A una decena de pasos de la tienda de Juan Federico de Sajonia.En ese mismo momento
Paul Jamintzer da un trago al pellejo de vino que le ha tendido Lazarus Heynen. Están sentados en el suelo al pie de la tienda que comparten con otros dos soldados. La luz mengua y la humedad del río se hace notar; ha venido para quedarse una niebla que no tardará en espesar.
–Habrá que pensar en encender una fogata para calentarse un poco –propone el segundo al primero después de dar un trago al pellejo–. ¡Tiene pinta de que esta noche hará un frío de mil demonios! Y habrá que comer algo, ¡digo yo! –añade.
–¿De dónde habéis sacado el pellejo? –le pregunta el otro.
Lazarus compone una sonrisa divertida, hasta cierto punto traviesa.
Veintiún mayos le contemplan, aunque aparente menos edad por las pecas que pespuntean su cara de pillo. Y, sin embargo, su mirada aceitunada ha visto ya algunos horrores.
Paul niega con vehemencia.
–No es manera de hacer las cosas, Lazarus.
El aludido se echa otro trago de vino al coleto. Después, ríe.
–¡Vamos, Paul! ¡Esta gente no se va a morir por un pellejo de vino de más o de menos! ¡Además, son nuestros enemigos!
–Es gente como vos y como yo, no nos ha hecho nada. No luchamos contra ellos, sino contra su señor. Él es nuestro verdadero enemigo. Y son muchos los que piensan como nosotros. Además, si estuvierais en su piel, ¿os gustaría que vinieran a robaros a vuestra propia casa?
Lazarus arroja el pellejo al suelo, soliviantado. Dedica una mirada un tanto enfadada a su compañero.
Paul lo recoge, lo limpia con cuidado y lo mete dentro de la tienda. Después vuelve a sentarse junto a aquel soldado.
–¿Cuántas veces habéis pensado que éste ya no es vuestro sitio? –le pregunta Lazarus, sin mirarlo. Está concentrado en un punto indeterminado, al que dirige todo su malestar.
Paul deja escapar una sonrisa alicatada de hastío hasta el techo.
–Dejadlo.
–A veces no os entiendo, ¡y mirad que os aprecio! ¿Por qué no os marcháis ya? ¡Vuestra actitud es negativa para los demás!
Paul mira en derredor. Allí está reunido lo que queda del ejército de Juan Federico de Sajonia. No lejos, atisba la silueta del cercano castillo, al pie de un antiguo brazo del río Elba, junto al que está desplegado el campamento; y más allá, a algo menos de un cuarto de legua, se levanta la villa de Mühlberg.
Al fin, centra la mirada en el joven que tiene delante. La juventud, cavila en silencio antes de espirar con languidez el aire que tomó antes.
«Divina juventud».
Paul no le va a contestar, aunque sepa la respuesta.
Se mira su ropa, llena de manchas después de tantos meses de campaña; desprende un olor que haría reclamar respeto por sus derechos a cualquier cerdo. Lleva el pelo rubio largo, y en su rostro destacan un mostacho frondoso y una sempiterna expresión melancólica.
–¿Os cruzasteis con alguien por las calles del pueblo? –le pregunta, en cambio.
–¡Están casi todos escondidos! Salvo algunas personas en una taberna, el resto no sale de sus casas.
–¿Lo haríais vos, a sabiendas de que una turba de soldados llega a vuestro pueblo y os roba vuestros cerdos, vuestros pollos, vuestros conejos, vuestros caballos o vuestro vino?
–¡Ni se atreverían conmigo! –replica Lazarus, haciéndose valer sacando un cuchillo.
–No se atreverían con vos..