Capítulo 1
Pero es bueno comenzar una narración por el principio, nunca por el final. El camino que me condujo al momento más trascendental de mi vida comenzó muchos años antes.
Cuando los primeros colonos pusieron sus pies en la península donde se asienta mi hogar, se encontraron con una tierra montañosa, poblada de grandes arboledas y ríos caudalosos. Su llegada significó el descubrimiento de ciencias y excelencias que jamás hubiésemos imaginado, a no ser que transcurrieran muchos años. Y, entre tanta sabiduría, otorgaron nuevos nombres a las regiones bañadas por el Mar Interior: Ispania para los fenicios, los mejores comerciantes que habían surcado las aguas; e Iberia para los griegos, forjadores del pensamiento y el arte. Si bien, aunque con el tiempo aceptamos dichas denominaciones, las utilizábamos con escaso apego. Ante todo nos considerábamos edetanos, contestanos, bastetanos...
Mi padre fue Icortas, señor del caserío de Etemiltir, una fortaleza agrícola supeditada a Edeta, la ciudad que daba nombre a nuestra etnia: Edetania, comprendida entre los ríos Sicana, al sur, y Udiva, al norte. Por el oeste nos protegía la cordillera de Idúbeda, y por el este... el mar grandioso, esa frontera que siempre nos había parecido infranqueable. El paisaje era hermoso a su modo: hondos valles y abruptas montañas, escarbadas por manos titánicas e impacientes, caminos de tierra blanca y pedregosa, bosques de verde seco, ríos perezosos en estío, impetuosos durante la temporada de lluvias... Sin embargo, no éramos un país como otros de los que he oído hablar. Aunque nos unía una cultura común, cada ciudad era dueña de su gobierno, así como el de sus asentamientos y poblados cercanos. No obstante, en tiempos de crisis, las urbes podían formar alianzas si la relación era buena.
Nuestro pueblo era el más culto y refinado de toda Iberia, por mucho que los turdetanos se empeñaran en pregonar su linaje tartésico. Las artes que practicábamos eran admiradas por los comerciantes de allende el mar e incluso por otros pueblos íberos. La cerámica de torno de nuestros alfares, en la que plasmábamos nuestras grandes ceremonias, poco tenía que envidiar a la exquisitez de las vasijas púnicas o griegas.
Icortas era el hijo del caudillo de Saití. Y Aretaunin, la hacedora de mis días, la primogénita de Irbeles, el rey de Edeta, y hermana de Edecón. Ella tenía catorce años cuando recibió la dote de mi padre: un exquisito surtido de las mejores prendas de lino tejidas en la ciudad contestana, famosa por su producción textil. Unas semanas más tarde, se casaron. Por fortuna, aprendieron a amarse muy pronto.
El regalo del abuelo Irbeles fue una pequeña región al noroeste de Edeta, no muy lejos de la capital; un paraje quebrado por collados, barrancos, cañadas de pinos y arbustos de tono verde oliváceo. Mi padre sacrificó tres ovejas para alentar prosperidad en su nueva vida, una generosa ofrenda que fue enterrada en los cimientos del caserío amurallado que sería nuestra casa. Los campos, de suelo seco aunque fértil para la vid y otros cultivos, estaban situados en terrazas ganadas a los montes. Serían trabajados por las familias que siguieron a mi padre desde Saití en calidad de clientes dependientes.
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Mi llegada al mundo se produjo un año después del casamiento, y estuvo rodeada de fenómenos intrigantes y señales prodigiosas. A fuerza de escuchar la narración de boca de mis padres, tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a mi alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese estado observando.
Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto creciente, a la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo berrido. Al principio creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.
–Icorbeles... –suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.
La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido discutida. Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la tradición de que lo