: Javier Pellicer
: El espíritu del Lince
: Edhasa
: 9788435048705
: 1
: CHF 8,90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 380
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
NUEVA EDICIÓN REVISADA POR EL AUTOR Icorbeles es el elegido por los dioses desde el mismo momento de su nacimiento. Y por eso debe prepararse: está llamado a ser el líder que unifique a todas las tribus de Iberia. Su destino lo separa de todo el mundo, excepto de Alorco y Nistan, dos pequeños cartagineses que, tras las derrotas sufridas por Cartago frente a Roma, buscan refugio en Iberia. Gracias a esa amistad conocerá el amor, pero también los planes de conquista de Amílcar Barca, que desea anexionarse las tierras íberas con el fin de seguir plantando cara a los romanos. Icorbeles se verá entonces obligado a intentar hacer realidad los designios de los dioses, pero éstos muchas veces se muestran esquivos, y no siempre es posible comprender sus mensajes... Muchos serán los miedos y rencores de las tribus íberas, que impiden que puedan unirse contra un enemigo común. Y mucho será el ingenio y el valor que deberá demostrar para poner fin a un conflicto que amenaza con hacer desaparecer el mundo que conoce. Javier Pellicer nos sumerge en un momento apasionante de la Historia: la llegada a la península ibérica de los ejércitos cartagineses al mando de Amílcar Barca y su famoso hijo, Aníbal. Y consigue con ésta su primera novela, 'El espíritu del lince', tejer un relato de pasiones y luchas sin cuartel tan ágil como sorprendente en una época maravillosa y sorprendente, de la que poco se sabe, con aventuras, batallas y amor. Todos los ingredientes para una gran novela.

Nació en Benigánim (Valencia) en 1978 e inició su andadura iteraria a través de los relatos. Ha participado en multitud de antologías; Fantasmagoria, Ilusionaria 2 o Crónicas de la Marca del Este, son las más destacadas. Su novela corta La Sombra de la Luna se ofrece en formato e-book, desde la plataforma solidaria de Save the Children '1libro1euro'. Su salto a la narrativa larga llegó con El espíritu del lince (Ediciones Pàmies), novela histórica en torno a la invasión cartaginesa de la península ibérica en el siglo III a.C., por la que fue elegido autor novel finalista en los IV Premios de Literatura Histórica Hislibris. Con su segunda novela Legados (Ediciones Holocubierta) viajó a lo fantástico con una obra homenaje a las aventuras clásicas del género, así como a los juegos de rol.

Capítulo 1

Pero es bueno comenzar una narración por el principio, nunca por el final. El camino que me condujo al momento más trascendental de mi vida comenzó muchos años antes.

Cuando los primeros colonos pusieron sus pies en la península donde se asienta mi hogar, se encontraron con una tierra montañosa, poblada de grandes arboledas y ríos caudalosos. Su llegada significó el descubrimiento de ciencias y excelencias que jamás hubiésemos imaginado, a no ser que transcurrieran muchos años. Y, entre tanta sabiduría, otorgaron nuevos nombres a las regiones bañadas por el Mar Interior: Ispania para los fenicios, los mejores comerciantes que habían surcado las aguas; e Iberia para los griegos, forjadores del pensamiento y el arte. Si bien, aunque con el tiempo aceptamos dichas denominaciones, las utilizábamos con escaso apego. Ante todo nos considerábamos edetanos, contestanos, bastetanos...

Mi padre fue Icortas, señor del caserío de Etemiltir, una fortaleza agrícola supeditada a Edeta, la ciudad que daba nombre a nuestra etnia: Edetania, comprendida entre los ríos Sicana, al sur, y Udiva, al norte. Por el oeste nos protegía la cordillera de Idúbeda, y por el este... el mar grandioso, esa frontera que siempre nos había parecido infranqueable. El paisaje era hermoso a su modo: hondos valles y abruptas montañas, escarbadas por manos titánicas e impacientes, caminos de tierra blanca y pedregosa, bosques de verde seco, ríos perezosos en estío, impetuosos durante la temporada de lluvias... Sin embargo, no éramos un país como otros de los que he oído hablar. Aunque nos unía una cultura común, cada ciudad era dueña de su gobierno, así como el de sus asentamientos y poblados cercanos. No obstante, en tiempos de crisis, las urbes podían formar alianzas si la relación era buena.

Nuestro pueblo era el más culto y refinado de toda Iberia, por mucho que los turdetanos se empeñaran en pregonar su linaje tartésico. Las artes que practicábamos eran admiradas por los comerciantes de allende el mar e incluso por otros pueblos íberos. La cerámica de torno de nuestros alfares, en la que plasmábamos nuestras grandes ceremonias, poco tenía que envidiar a la exquisitez de las vasijas púnicas o griegas.

Icortas era el hijo del caudillo de Saití. Y Aretaunin, la hacedora de mis días, la primogénita de Irbeles, el rey de Edeta, y hermana de Edecón. Ella tenía catorce años cuando recibió la dote de mi padre: un exquisito surtido de las mejores prendas de lino tejidas en la ciudad contestana, famosa por su producción textil. Unas semanas más tarde, se casaron. Por fortuna, aprendieron a amarse muy pronto.

El regalo del abuelo Irbeles fue una pequeña región al noroeste de Edeta, no muy lejos de la capital; un paraje quebrado por collados, barrancos, cañadas de pinos y arbustos de tono verde oliváceo. Mi padre sacrificó tres ovejas para alentar prosperidad en su nueva vida, una generosa ofrenda que fue enterrada en los cimientos del caserío amurallado que sería nuestra casa. Los campos, de suelo seco aunque fértil para la vid y otros cultivos, estaban situados en terrazas ganadas a los montes. Serían trabajados por las familias que siguieron a mi padre desde Saití en calidad de clientes dependientes.

* * *

Mi llegada al mundo se produjo un año después del casamiento, y estuvo rodeada de fenómenos intrigantes y señales prodigiosas. A fuerza de escuchar la narración de boca de mis padres, tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a mi alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese estado observando.

Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto creciente, a la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo berrido. Al principio creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.

–Icorbeles... –suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.

La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido discutida. Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la tradición de que lo