Decía que había sufrido en San Quintín de tambor. Presumía de haber descabellado a más flamencos que el Tercio de Saboya. Contaba que había formado de piquero, primero, y de arcabucero después. Y también se jactaba de que, cuando pidió licencia, mandaba de alférez.
Eso decía él. Y otros lo desmentían, aunque nadie tenía el cuajo de echárselo en cara.
No decía, sin embargo, sus razones para cruzar la mar océana. Y menos aún cómo un respetable oficial, con su banda, su paga y su patente firmada, había acabado de cazador de esclavos.
Así se ganaba el pan hasta que Melchor de Mora e Hijuelo lo contrató para escoltar sus envíos. Y todos sabían que no lo había elegido por las buenas referencias, sino por las malas.
Pese a los calores, sabedor del polvo que levantaba, vestía coleto recio, de los que alivian cuchilladas traperas. Lo cruzaba con una canana donde colgaba una ristra de petaquillas, cebada cada una de ellas con la pólvora para un disparo. Y en la muñeca llevaba siempre enrollados dos palmos de mecha.
A Damián de Roa bastaba echarle un vistazo cansado para no dudarle las intenciones. Y nunca parecían buenas.
Allí, comido por la espesa jungla, con sus ropas de soldado gastado, tenía algo de aparición salida de cuento de viejas. Bajo el mostacho asomaba un colmillo retorcido y en los labios, una sonrisa revenida. En la mano, un sable de batalla. Al cinto, la quitapenas, lista para descerrajar plomo. En el pecho, la guerra y, a los pies, un indio que se agarraba la riñonada con manos ensangrentadas.
El herido suplicaba por su vida. Farfullaba, misturando su lengua con algo en cristiano. Y Roa no le prestaba atención; miraba ceñudo en derredor.
La bronca no había terminado. La jungla se agitaba con escándalo. Desquiciados, los micos brincaban de rama en rama. Los tucanes y las lorillas graznaban. Cargadas a más no poder, las más de cincuenta mulas, con los ojos espantados, resoplaban, pugnaban por alejarse de la muerte que olían por doquier.
Pero la mano firme de los hombres de Roa no daba tregua a las bridas. La partida de ocho traía el último cargamento de la temporada. Y la ruta, costeando desde los bosques de Río Lagartos hasta la villa de Campeche, era una tentación para quienes aún tenían fuerzas para rebelarse contra Castilla. Testarudos, los indios no se convencían de que sus mazas y cuchillos de negra piedra poco podían contra el acero toledano.
Camacho llegó a tiempo de ver cómo Roa rajaba el gaznate del indio a sus pies. Y todo el alivio de encontrarse con la partida se desvaneció.
–Echa una mano, pisaverdes. ¡Haz algo útil! Ayuda a asentar a las mulas –espetó el soldado al verlo allí plantado–. Y vosotros dos –gritó volviéndose hacia un par de hermanos gaditanos que siempre se acababan el uno al otro las frases–, salid tras el que marchó corriendo; aún está a tiro de mosquete.
Y se echaron a la selva. El resto de la partida se afanó: había que degollar una mula con la pata quebrada, repartir la carga entre las demás, rematar al resto de los indios y, lo más importante, ponerse en marcha cuanto antes. En la jungla merodeaban más que indios. También negros cimarrones, gente de la competencia y, si picaba la avaricia, incluso piratas dispuestos a jugársela en tierra.
Tras mirar compungido los cadáveres, haciendo de tripas corazón, Camacho cerró bajo llave el espanto de la carnicería.
Tenían prisa.
–A de Mora se le antojaba que tardabais y me mandó venir...
Un chistar lleno de desdén lo interrumpió:
–A de Mora se le antoja lo que no tiene ni repajolera idea –tascó Roa–. Ya advertí yo que estos condenados –enfatizó sus palabras sacudiendo un puntapié al cadáver– andan levantiscos. Saben que se zarpará pronto y, para colmo, los herejes comeboñigas de los ingleses están a la que salta. Andan ofreciendo baratijas y cascabeles.
A falta de plumas, el único ornamento del sombrero era un cerco de sudor; bajo el ala chafada por el bochorno, los ojos de Roa relampaguearon.
–Esos protestantes de mierda compran lo robado y tienen el cuajo de