PRÓLOGO
Cartas desde el recuerdo
París, octubre de 1928
La madera de los escalones crujió. Frédéric se quedó con un pie en el aire y la duda cincelando el gesto. Suspiró. Dilataba el momento en el que abriría la puerta del salón para buscar a su esposa. Sabía que la encontraría allí, así se lo había dicho su asistente cuando preguntó por ella al llegar a casa, una casa sobre la que habían caído el silencio y el frío húmedo del otoño en París, aunque él no supiera por qué. Debía conocer el motivo, quería conocer el motivo. Así que bajó desde el piso donde se encontraban las habitaciones hasta el recibidor mientras alternaba sus pasos con una lentitud buscada.
Estaba preocupado. Había visto a Irène revisar el correo unas horas antes, en un descanso que se habían tomado tras el último experimento. Los sobres estaban ordenados en un fajo y colocados sobre una de las mesas de su laboratorio, en el Instituto del Radio. Ocupando todo lo demás, las probetas a medio llenar de diferentes líquidos esperaban su turno, una cámara de niebla que estaban utilizando para estudiar las emisiones radiactivas reposaba junto a la pared y las anotaciones de sus progresos señalaban cada fase del experimento. La tarde se arrastraba perezosa, aprovechando que la actividad, siempre intensa, se había extinguido por un momento.
Él se había encendido un cigarrillo y exhalaba con pereza una bocanada de humo que había retenido unos instantes en sus pulmones. A través de la neblina gris, Irène se desabrochaba la bata blanca y se colocaba detrás de la oreja uno de los rebeldes mechones de su cabello corto. Había ganado algo de peso tras su batalla contra la tuberculosis, pero aún mantenía los rasgos afilados que le había procurado la enfermedad.
En una fracción de segundo, el rostro siempre sereno de su esposa se deformó en una mueca de angustia. Se llevó la mano derecha al pecho, como si quisiera mantener el corazón en su sitio, y abrió los labios en un grito silencioso. Jamás la había visto palidecer así.
Sin embargo, ella recompuso el gesto enseguida. Volvió a ser aquella con la que compartía vida y trabajo, aunque sus líneas se mantuvieron un tanto desdibujadas, como si el personaje se hubiera borrado tras ese incidente. El hombre sacudió la cabeza para ahuyentar la sensación de haber vislumbrado a una mujer muy diferente de la que conocía, y las volutas de humo se deshicieron con el movimiento. Aplastó el cigarro, cerró la ventana y volvió a sus cálculos.
Los minutos se deslizaron después entre ellos en un silencio denso. Cuando Irène le anunció que se marchaba más temprano porque le dolía la cabeza, él la besó en la frente y le dedicó una sonrisa de ánimo. No le pasó desapercibido que antes de salir se había guardado cierta carta en el bolsillo de su abrigo.
Frédéric Joliot se consideraba un hombre con una mente científica y consideraba a su mujer una persona brillante en todos los aspectos. Desde que se conocieron en el laboratorio del Instituto del Radio, eso era lo que le había atraído de ella: su inteligencia y esa seguridad que emanaba, sin importar si estaba cubierta por la bata blanca, uniformada con los vestidos grises que utilizaba a diario o vestida de fiesta en una gala.
Ese comportamiento anormal debía de tener una explicación lógica, pero un peso en el centro del pecho que nunca antes había sentido lastraba los pasos de Frédéric. Por eso había subido primero a su habitación para cambiarse de ropa cuando llegó a casa desde el laboratorio, y por eso bajaba ahora las escaleras sin el brío acostumbrado, después de haberse asegurado de que la pequeña Hélène dormía su sueño infantil en la cuna. Se había quedado observando cómo el aire redondeaba las mejillas sonrosadas cada vez que la pequeña respiraba. Los rizos claros se le habían pegado a la frente y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartárselos. Volvió a cerrar la puerta de su habitación con un suspiro y encaró la bajada con inquietud.
Y después del último escalón, frente a él, la puerta cerrada tras la que se encontraba su esposa. Apretó el cinto del batín alrededor de su cin