: Bernard Russell
: Misticismo y lógica
: Edhasa
: 9788435048040
: 1
: CHF 6.20
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: Allgemeines, Lexika
: Spanish
: 320
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Esta obra reúne diez ensayos escritos entre 1901 y 1914 en los que el tema común es el interés por establecer con rigor las fronteras entre las diferentes formas de conocimiento, los problemas particulares de la filosofía y la naturaleza última de la materia. Aquí se pone de manifiesto la capacidad de Russell para hacer interesantes temas que generalmente quedan reducidos al ámbito de los especialistas, y que en buena medida procede de su ironía y de su sentido del humor.

BERTRAND RUSSELL ( 18-05-1872 / 02-02-1970 ) Fue un hombre de una curiosidad intelectual casi ilimitada. Estudió matemáticas, física y ciencias humanas en Cambridge. Su teoría de los tipos, con la que daba respuesta a la grave crisis que atravesaba la teoría de conjuntos, abrió un nuevo campo a la lógica formal. En filosofía moral y social abordó las contradicciones entre individuo y sociedad, libertad y orden, progresismo y pesimismo, etcétera. Su insobornable actividad crítica hizo que fuera encarcelado en dos ocasiones. Enfrentado a la carrera armamentística nuclear y a la violencia presidió el tribunal que juzgó los crímenes de guerra de Vietnam. Fue profesor en Cambridge y conferenciante en universidades y centros culturales de todo el mundo, y en 1950 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Destacan en su vasta obra Principia mathematica, La educación y el orden social, Por qué no soy cristiano, Fundamentos de filosofía, Ensayos impopulares, Pesadillas de personas eminentes y Misticismo y lógica entre otras. En 1989 Edhasa publicó Lo mejor de Bertrand Russell y en 1991 su extensa Autobiografía.

EL CULTO DE UN HOMBRE LIBRE1

M efistófeles le contó al doctor Fausto en su estudio la historia de la creación, diciendo:

Las alabanzas sin fin de los coros de ángeles habían empezado a hacerse pesadas; pues, después de todo, ¿no merecía Él sus alabanzas? ¿No les había dado alegría eterna? ¿No sería más divertido recibir alabanzas inmerecidas, ser adorado por aquellos a quienes torturaba? Él se sonrió para sus adentros, y decidió que se representara el gran drama.

Durante incontables eras la nebulosa caliente giró sin rumbo por el espacio. Poco a poco empezó a tomar forma, la masa central arrojó planetas, los planetas se enfriaron, los hirvientes mares y las ardientes montañas se irguieron y sacudieron; precipitándose desde negros nubarrones, cálidas cortinas de lluvia inundaron la corteza apenas solidificada. Y entonces creció el primer germen de vida en las profundidades del océano, y se desarrolló rápidamente en el calor fecundo, dando lugar a grandes bosques de árboles; inmensos helechos surgían del suelo húmedo, los monstruos marinos se multiplicaban, luchaban, se devoraban y desaparecían. Y de los monstruos, a medida que avanzaba la representación, nació el hombre, con el poder de pensar, el conocimiento del bien y del mal y la sed cruel de adoración. Y el hombre vio que todo pasa en este loco, monstruoso mundo, que todo está luchando por arrebatar, a cualquier precio, unos escasos y fugaces momentos de vida antes del decreto inexorable de la muerte. Y el hombre dijo: «Hay un designio oculto, si lo pudiéramos desentrañar… y es bueno; debemos venerar algo, y en el mundo visible no hay nada que merezca veneración». Y el hombre permaneció al margen de la lucha, decidiendo que Dios tenía la intención de que del caos surgiera la armonía gracias a los esfuerzos humanos. Y cuando siguió los instintos que Dios le había transmitido de su ascendencia de animales de presa, lo llamó pecado, y pidió a Dios que lo perdonara. Pero dudaba de que el perdón fuera justo, hasta que inventó un plan divino por el que podía aplacarse la ira de Dios. Y, al ver que el presente era malo, lo hizo aún peor, para que de esta forma el futuro pudiera ser mejor. Y dio gracias a Dios por la fuerza que le permitía renunciar incluso a las alegrías que estaban a su alcance. Y Dios sonrió; y cuando vio que el hombre se había vuelto perfecto en renuncia y adoración, mandó a otro sol por el cielo, que chocó con el sol del hombre; y todo volvió de nuevo a ser una nebulosa.

«Sí –murmuró–, fue una buena representación; la volveré a ver otra vez.»

Éste, a grandes rasgos, pero aún menos intencionado, más vacío de significado, es el mundo que la ciencia propone a nuestra creencia. En un mundo así, si es que han de hacerlo en algún lado, nuestros ideales deben buscar acomodo de ahora en adelante. Que el hombre es el producto de causas que no preveían el fin hacia el que se dirigían; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y creencias sólo son producto de colocaciones accidentales de átomos; que ninguna pasión, ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento y sentimiento puede hacer perdurar la vida de un individuo más allá de la tumba; que todos los trabajos de las edades, todos los esfuerzos, toda la inspiración, todo el brillo meridiano del genio humano están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar, y que el templo entero de los logros del hombre debe quedar inevitablemente enterrado bajo los escombros de un universo en ruinas; todas estas cosas, aunque no sean del todo indiscutibles, son con todo casi tan seguras que ninguna filosofía que las rechace puede aspirar a sostenerse. Sólo dentro del armazón de estas verdades, sólo sobre la firme base de